En las personas conviven y se enfrentan dos instintos esenciales: El de la supervivencia del individuo y el de la supervivencia de la especie. El primero da lugar al egoismo, necesario y positivo siempre y cuando no supere ciertos límites a partir de los cuales se vuelve devastador para la sociedad; el segundo da lugar el sentimiento de la moralidad, es decir, la necesidad de hacerse cargo del sufrimiento ajeno y del bien común. Cada individuo elabora con su propia inteligencia y con su propia mente esos dos instintos profundos y biológicos. Las normas de la moral cambian, y deben cambiar puesto que cambia la realidad a la que se aplican. Pero en un aspecto son inmutables por definición: Esas normas, esos comportamientos pueden ser definidos como morales siempre que superen de alguna forma el horizonte individual y obren en favor del bien del prójimo.
Este bien será siempre el fruto de una elección autónoma, y como tal, relativa, así que es normal que, personalmente, yo deconfíe de los absolutismos que dictan mandamientos y producen instituciones llamadas a administrarlos, a sacralizarlos y a interpretarlos. La historia me autoriza, o mejor dicho, me incita a desconfiar. Opino que en este país es inútil hablar de moral perdida o cualquier otra cuestión trascendental, lo único que nos queda por tratar de rescatar es el sentido común, ese que proviene de nuestro instinto humano más básico y olvidarnos de los premios o los castigos que nos han prometido esas sacras personalidades que durante siglos nos han venido engañando. Si bien la pereza y la cobardía -como dijera Emmanuel Kant- hacen que los hombres sean incapaces de valerse de su propio entendimiento para afrontar la realidad que les ha tocado, y facilitan la labor de esos otros que se autoproclaman sus tutores, podríamos hacer un esfuerzo supremo y tratar de alcanzar la mayoría de edad.
Vivimos tiempos oscuros, no porque haya recesión económica y sus consecuencias nos parezcan catastróficas; estamos de vuelta a la caverna porque cada noticia, cada suceso, cada pequeño paso que da nuestra inigualable sociedad, es una prueba contundente de que por completo nos hemos desquiciado. Cuando a las mayorías absolutas de un país les parece inteligente forrarse a manos llenas aunque para ello haya que carecer de escrúpulos, de moral y de conciencia, es porque la sinrazón ha triunfado de manera sonora e inapelable.
No es un llamado a la moralidad, a la conciencia, a la honorabilidad; no es una voz que clama por justicia social, por igualdad o por derechos humanos; es la última llamada de la estación avisando que el tren se marchará y nos quedaremos en el andén sin poder partir hacia ningún futuro ya que todos los caminos y todas las salidas han sido cerrados.