No creo que un país entero aletee de placer o se hunda en la miseria porque un encuentro deportivo en el que participe se salde a su favor o en su contra. Creo en la cultura, en el prestigio de la cultura, en el criterio de los gobiernos para que la cultura lo impregne todo. A Brasil anoche le zurraron a base de goles, muchos, excesivos, pero el verdadero partido no estaba en el estadio. De hecho hubo barridos de cámara que registraban el dolor de la torcida, las lágrimas incontenibles. Afuera, en las calles, no hay cámaras que aireen las lágrimas del pueblo o su dolor. Se ha escatimado toda esa parte luctuosa a beneficio del espectáculo. Pan y circo. Sangre, sudor y lágrimas. Lo que importa es la distracción. Una vez que nos distraen, todo puede seguir como estaba, es decir, mal. Que un pueblo, malogrado su sueño deportivo, pase página muestra la madurez de ese pueblo. No sé si la patada a España, tan pronto, sin que los bares amorticen el gasto en pantallas en las terrazas, se parece a la de Brasil. Nosotros estamos todavía viviendo de la renta de Sudáfrica. Los españoles somos, en la digestión del fracaso, más inteligentes que otros pueblos. Una inteligencia sentimental, del tipo que no se ensimisma ni se lamenta más de lo recomendable. Tenemos aquí una facilidad enorme en el ejercicio de inventar héroes y luego, a poco que flaquean, defenestrarlos. Anoche se vio muy claramente que la afición brasileña, no los insurgentes, los que se partían la cara en las calles, reclamando derechos, reivindicando el progreso del que habla su bandera, no va a saber asumir la derrota. La atribuirán al salvajismo - un lance del juego - con el que el jugador colombiano destrozó la espalda de Neymar Jr. O a la doble amarilla - y consecuente baja al siguiente choque - de Thiago Silva, un extraordinario defensa. Dirán que no había amaño, que no lo hubo, a pesar de que lo parecía tanto antes de la debacle que le infligió la zaga bávara. Alemania es un pueblo tan avanzado que no habría caído en desgracia si los hubiesen despacho ayer o antes. Tienen con qué amenizar la vida. Brasil, que está en construcción, como tantos otros países, se vino anoche abajo. Despertaron de un sueño hermoso, les hicieron abrir los ojos. Lo que continúa igual es el sueño de las calles, la voluntad de que la sociedad adquiera los logros que la hagan sólida. No hay mucha solidez fuera de Brasil tampoco. Tendría que organizar un evento de estas características un país nórdico. Tampoco un emirato árabe. No solo por el calor. Se mide la entereza de un pueblo en circunstancias como éstas. La de las personas también. Fue una humillación retransmitida urbi et orbi. Quizá eso eso lo doloroso: la difusión del fracaso, no el fracaso en sí mismo, sino su transmisión, su globalidad. La culpa la va a tener el twitter. El partido de Brasil contra todos se sigue jugando en las favelas, en los despachos, en las playas de Copacabana. Viva Barry Manilow.
No creo que un país entero aletee de placer o se hunda en la miseria porque un encuentro deportivo en el que participe se salde a su favor o en su contra. Creo en la cultura, en el prestigio de la cultura, en el criterio de los gobiernos para que la cultura lo impregne todo. A Brasil anoche le zurraron a base de goles, muchos, excesivos, pero el verdadero partido no estaba en el estadio. De hecho hubo barridos de cámara que registraban el dolor de la torcida, las lágrimas incontenibles. Afuera, en las calles, no hay cámaras que aireen las lágrimas del pueblo o su dolor. Se ha escatimado toda esa parte luctuosa a beneficio del espectáculo. Pan y circo. Sangre, sudor y lágrimas. Lo que importa es la distracción. Una vez que nos distraen, todo puede seguir como estaba, es decir, mal. Que un pueblo, malogrado su sueño deportivo, pase página muestra la madurez de ese pueblo. No sé si la patada a España, tan pronto, sin que los bares amorticen el gasto en pantallas en las terrazas, se parece a la de Brasil. Nosotros estamos todavía viviendo de la renta de Sudáfrica. Los españoles somos, en la digestión del fracaso, más inteligentes que otros pueblos. Una inteligencia sentimental, del tipo que no se ensimisma ni se lamenta más de lo recomendable. Tenemos aquí una facilidad enorme en el ejercicio de inventar héroes y luego, a poco que flaquean, defenestrarlos. Anoche se vio muy claramente que la afición brasileña, no los insurgentes, los que se partían la cara en las calles, reclamando derechos, reivindicando el progreso del que habla su bandera, no va a saber asumir la derrota. La atribuirán al salvajismo - un lance del juego - con el que el jugador colombiano destrozó la espalda de Neymar Jr. O a la doble amarilla - y consecuente baja al siguiente choque - de Thiago Silva, un extraordinario defensa. Dirán que no había amaño, que no lo hubo, a pesar de que lo parecía tanto antes de la debacle que le infligió la zaga bávara. Alemania es un pueblo tan avanzado que no habría caído en desgracia si los hubiesen despacho ayer o antes. Tienen con qué amenizar la vida. Brasil, que está en construcción, como tantos otros países, se vino anoche abajo. Despertaron de un sueño hermoso, les hicieron abrir los ojos. Lo que continúa igual es el sueño de las calles, la voluntad de que la sociedad adquiera los logros que la hagan sólida. No hay mucha solidez fuera de Brasil tampoco. Tendría que organizar un evento de estas características un país nórdico. Tampoco un emirato árabe. No solo por el calor. Se mide la entereza de un pueblo en circunstancias como éstas. La de las personas también. Fue una humillación retransmitida urbi et orbi. Quizá eso eso lo doloroso: la difusión del fracaso, no el fracaso en sí mismo, sino su transmisión, su globalidad. La culpa la va a tener el twitter. El partido de Brasil contra todos se sigue jugando en las favelas, en los despachos, en las playas de Copacabana. Viva Barry Manilow.