LOS SUEÑOS DE LOS BRASILEÑOS DE 1822 eran grandiosos. Querían liberarse de tres siglos de dependencia de Portugal y levantar en América un vasto imperio - uno de los mayores que la humanidad había conocido hasta entonces. El nuevo país que pretendían organizar se desdoblaba desde las profundidades de la selva Amazónica, casi en la franja de la cordillera de los Andes, hasta las planicies de las pampas del Sur, dibujando en el camino una línea de casi 10 mil kilómetros de litoral, treinta veces la distancia entre París y Londres, las dos grandes capitales europeas de la época. Con más de 8 millones de kilómetros cuadrados de superficie, tenía casi el tamaño del territorio europeo y era más grande que el área continental de los Estados Unidos. Dentro de él la diminuta metrópoli portuguesa cabría 93 veces. Los problemas, no obstante, eran proporcionales al tamaño de esos sueños.
"A primera vista, las posibilidades de éxito parecían muy remotas: el tesoro estaba vacío y el país, dividido, mientras que Portugal conseguía préstamos y aumentaba sus fuerzas con navíos y hombres", escribió el historiador británico Brian Vale en el libro Independence or Death, sobre la Guerra de Independencia brasileña. "Sería una cuestión de tiempo el que los brasileños fueran subyugados. Sólo asumiendo el control de los mares podrían cortar las rutas de abastecimiento portuguesas, expulsar sus tropas y asegurar la independencia del territorio. Pero ¿cómo? Brasil no tenía Marina de guerra, barcos o provisiones ni oficiales o marineros fiables".
Por eso, al asumir el gobierno en la condición de príncipe regente nombrado por su padre, don Pedro encontró los cofres vacíos. Los gastos públicos sumaban 5.600 contos de réis, cerca de 300 millones de reales en valores de hoy, lo que representaba más del doble de la recaudación de impuestos en las provincias que reconocían su autoridad. O sea, por cada real ingresado, don Pedro gastaba dos. Para pagar la deuda serían necesarios, por tanto, dos años de recaudación de impuestos, sin gastar nada más, lo que obviamente era imposible, porque el nuevo país tenía todo por hacer y estaba cercado de amenazas por todos lados. Como resultado, en diciembre de 1821, la deuda nacional alcanzaba 9.800 contos de réis, cerca de 1,9 millones de libras esterlinas o 600 millones de reales actuales, valor que se triplicaría en los cinco años siguientes a medida que un gobierno frágil y desesperado ordenaba gastos sin tener de donde sacar.
La segunda medida implicó una práctica también conocidísima por los brasileños hasta hace algunos años: la inflación. El tesoro compraba planchas de cobre por 500 a 600 réis la libra (poco menos de medio kilo) y acuñaba monedas con un valor facial de 1.280 réis, más del doble del coste original de la materia prima. O sea, era dinero podrido, sin consistencia, pero ayudaba al gobierno a pagar sus gastos y deudas a corto plazo. Don Pedro había aprendido la astucia de su padre, don Juan, que también recurrió a la fabricación de dinero en 1814 al percibir que los recursos públicos serían insuficientes para cubrir los gastos de la perdularia corte que había cruzado el Atlántico en 1808.
En esa época, el patrón monetario internacional eran las monedas de plata del peso español, también conocidas como silver dollar (dólar de plata). Hasta la llegada de la corte portuguesa, una moneda de plata valía en Brasil 750 réis portugueses. En 1814, sin embargo, don Juan mandó derretir todas las monedas guardadas en Rio de Janeiro y acuñarlas de nuevo con un valor facial de 960 réis. O sea, de un día para otro la misma moneda pasó a valer un 28% más. Con ese dinero milagrosamente revalorizado, don Juan pagó sus gastos, pero el cambio luego fue notado por el mercado, que rápidamente reajustó el valor de la moneda para reflejar la devaluación. La libra esterlina que hasta entonces era cambiada por 4 mil réis paso a ser cotejada a 5 mil réis. Los precios de los productos en general subieron en la misma proporción.
Como resultado de la apertura de los puertos y de la libertad de comercio concedida por don Juan en 1808, había surgido un creciente mercado brasileño exportador y un próspero sistema de cambios internos entre las provincias, que ya no dependían del monopolio ni de la intermediación de la metrópoli portuguesa. Rio Grande do Sul vendía salazón de carne a Europa, Estados Unidos, África y también a Rio de Janeiro, Salvador y Recife. Recibía a cambio productos industrializados del exterior y azúcar, cachaza, harina de mandioca y otras mercadurías del propio mercado brasileño. Minas Gerais y el valle del Paraíba abastecían a la capital de carne de ganado, quesos y productos agrícolas. Con el dinero, sus campesinos compraban sal, azúcar, tejidos, herramientas, máquinas e instrumentos que, por el puerto de Rio de Janeiro, llegaban de otras provincias o de Inglaterra. En el interior de Ceará, de Piauí y de Marañón se producía ganado, vendido a las provincias vecinas como carne seca, manteca y cuero curtido o en rebaños que atravesaban el sertão - regiones poco pobladas del interior del país - abriendo nuevas rutas de comunicación.
El deber y el interés unen esta provincia a Portugal. Ni el interés ni el deber la une al continente brasileño que de hecho se separe de la mayor parte de la monarquía portuguesa. La divergencia de votos e intereses entre las provincias septentrionales y australes de Brasil disuelve los vínculos sociales que las unían [...] en Portugal hay salida para nuestros productos territoriales; en el sur de Brasil no tenemos mercado.La república era, obviamente, la propuesta que más atemorizaba a quien tenía intereses establecidos. Romper con el orden vigente y ampliar la participación en las decisiones del poder, dejaba el futuro mucho más incierto y amenazador, especialmente para aquellos que tenían mucho que perder. Un panfleto de autoría de José Antonio de Miranda, publicado en Rio de Janeiro en 1821, preguntaba:
¿Cómo es posible hacer una república de un país vastísimo, desconocido todavía en gran parte, lleno de selvas, infinitas, sin población libre, sin civilización, sin artes, sin carreteras, sin relaciones mutuamente necesarias, con intereses opuestos y con una multitud de esclavos, sin costumbres, sin educación, ni civil ni religiosa y hábitos antisociales?Laurentino Gomes