Unas vías de tren, unas maletas esperando que alguien les dé movimiento y una luz que juguetea en la escena mientras personajes anónimos, viajeros del tiempo, comienzan un trasiego a cámara lenta que te imbuye en un mundo de irremediables cambios. Así empieza "El jardín de los cerezos" que la compañía del Teatro Tribueñe presenta en su sala. Una sala que, dicho sea de paso, invita a la imaginación teatral, puesto que ella misma desprende magia.
Chejov nos habla en su obra del cambio social, pero nos muestra mucho más. Nos presenta un catálogo de personajes, unos inmersos en su costumbre y otros con el deseo del cambio. Todos los personajes se mueven, y marcan con su movimiento el destino de los demás. El simbolismo de las maletas que se convierten en raíces de unos cerezos que son, a la vez, los remos que empujarán nuestro destino, nos mantiene durante tres horas inmersos en el juego teatral. Un juego de complicidad y de cercanía que nos hace identificarnos con uno u otro personaje durante la representación.
Pero algo que me llegó a emocionar de la obra es el sentido que le encontré a este "Jardín de los cerezos", sin flor, en una decadencia obligada por las nuevas formas de vida burguesa. Un jardín que se ve abocado a su destrucción por el deseo de los nuevos veraneantes que esperan sustituirlo por chaletes de esparcimiento. Culpa que comparten unos terratenientes inútiles y adormecidos en la seguridad de su posición. La belleza de un sueño perdida en pro del progreso y de los intereses monetarios. Y ahí, Irina Kouberskaya hace una composición de su personaje al principio de la historia que me recordaba a nuestro Alonso Quijano; un ser que vive en su mundo y mantiene su orgullo y su estatus para no plegarse a la destructiva realidad. Curiosa mezcla de un personaje ruso con el hidalgo español. Su ética le lleva, incluso, a resistirse a volver con un amor pasado aunque esto solucionase sus problemas económicos. El ideal por encima del interés. Un precioso cuadro de seres humanos. Desde el decrépito criado-esclavo que acepta su posición y cuando su muerte parece ser inminente estalla en una energía desbordante, hasta el parásito amigo que pide dinero continuamente y en su momento de triunfo se dedica a devolver todo lo prestado en un alarde de agradecida prepotencia. Un cuadro con cientos de lecturas que dependerán de quién sea el observador, pero que me han hecho disfrutar de ver teatro de verdad.
Un teatro sin pretensiones de grandes carteleras, hecho con el amor y la entrega de gentes que adoran de verdad este arte. Artistas que igual preparan un vestuario o un decorado que construyen ladrillo a ladrillo una sala como la Tribueñe.
Gracias por alimentar el verdadero teatro.