Un paseo arquitectónico por la ciudad de México

Por Gonzalo

Ciudad de México destaca entre todas las otras grandes metrópolis por su diversidad. Situada en una amplio y ondulado valle de 7.800 km2 y una altitud de 20240 m sobre el nivel del mar, está rodeada de montañas que le confieren un microclima que si en otra época fue maravilloso, hoy la convierte en una de las zonas con mayor contaminación ambiental del mundo. A la ciudad llegan cada año un millón y medio de personas buscando un trabajo mejor y nace otro millón, de manera que la población de la ciudad es más de una cuarta parte de la total del país.

Esto provoca grandes diferencias entre los barrios de la ciudad: zonas marginales de incontrolado crecimiento se mezclan con los edificios de gobierno y museos, quedando otras zonas más residenciales de casas-patio y todo unido por un tráfico caótico incapaz de responder a las necesidades de transporte.

Hernán Cortés describió el México azteca en 1515 como un compendio de orden y armonía sobre un lago, lleno de jardines y como una de las ciudades más bellas de la Tierra. Sucesivas guerras y colonizaciones la destruyeron, mermaron su población y la esclavizaron. En 1821 se proclama su independencia y, tras pasar por diferentes gobiernos, en 1910 empieza una guerra civil conocida como la Revolución que acaba con la promulgación de la Constitución.

Después de la Revolución, la corriente racionalista llegó a México, donde fue acogida como respuesta a una idea de progreso y modernidad frente a los modelos aztecas y de arquitecturas coloniales. Sin embargo, México supo resolver uno de los problemas más complejos que trajo la difusión del Movimiento Moderno: el traslado de una estética con voluntad universal a geografías con climas, culturas y tecnologías muy específicas. José Villagrán junto con los muralistas Orozco, Siqueiros y Rivera, se encargaron de difundir las ideas racionalistas, transmitir los contenidos de la Revolución y exaltar los valores nacionales.

A partir de la segunda mitad de los años cuarenta, las formas e ideas del Movimiento Moderno se fundieron con lo autóctono y regional, dando lugar a una arquitectura plástica y simbólica que se convirtió en la arquitectura oficial del país. Uno de los ejemplos más logrados es la Ciudad Universitaria (1947-1952), cuyo plan general fue la obra de Mario Pani y Enrique del Moral y en el que participaron un centenar de arquitectos e ingenieros. Se descubrieron y generalizaron nuevos materiales y técnicas como el hormigón, que alcanzó un gran nivel con los experimentos de las estructuras laminares de Félix Candela: la iglesia de la Milagrosa (1953) o el restaurante Los Manantiales (1957).

Un arquitecto representativo de esta corriente es Pedro Ramírez Vázquez, que tras realizar más de 50.000 escuelas rurales en México y otros países latinoamericanos por encargo del Ministerio de Educación y la Unesco, realizó diferentes edificios públicos representativos como el Museo Nacional de Antropología (1963), el Ministerio de Asuntos Exteriores (1965) la Basílica de Guadalupe (1974) y el Estadio Azteca para los Juegos Olímpicos de 1968, remodelado para el Mundial de Fútbol de 1986. Ambas operaciones fueron utilizadas pro el gobierno para dar una imagen de modernidad y promocionar el país de cara a inversiones extranjeras.

También destacaron dentro de esta corriente Teodoro González de León y Abraham Zabludovusky que con la remodelación del Auditorio Nacional hicieron una lectura de la tradición azteca de grandes espacios monumentales a través de técnicas actuales de construcción. Crear un punto de referencia en el paisaje y los espacios abiertos también son una constante en la plaza Rufino Tamayo, donde además se combinan simbolismos y colores que hacen referencia al pintor. Frente a esta imagen potente oficial de progreso y actualidad, aparece otra arquitectura más sensible que utiliza el recurso moderno de la abstracción para condensar formas e imágenes de la arquitectura mexicana colonial y popular, así como de la herencia mediterránea. Esta corriente está encabezada por Luis Barragán. El reconocimiento tardó en llegar, pero tras la consecución del premio Pritzker en 1980, su figura alcanzó proporciones míticas: los volúmenes simples, los intensos colores y las texturas de sus muros son la imagen más reconocible e imitada de la arquitectura mexicana.

Ricardo Legorreta dio una esacala mayor a esta corriente e incluso la exportó con notable éxito al sur de Estados Unidos. Arquitectos como Bosco Gutiérrez Cortina o Hugo Alejandro González continúan con esta simplicidad de formas, culto a las texturas y devoción por los patios como sistema de organizar los espacios de una casa.

En los últimos años se ha abierto otra nueva línea que, teniendo también como base la arquitectura moderna, ya no intenta reinventarla de nuevo a partir de las tradiciones, sino que escoge imágenes del caos de las metrópolis y de la tecnología más avanzada para dar respuestas actuales a edificios que, olidándose del contexto, podrían estar en cualquier otra gran urbe.

Entre ellos, el grupo TEN Arquitectos (Enrique Norten y Bernardo Gómez-Pimienta), con varios edificios destacados en la ciudad, como el Centro Dramático Nacional (1994), o equipamientos para la muy poderosa cadena de televisión Televisa; y también Alberto kalach, con obras como el Parvulario Monte Sinaí (1993), la estación de metro Centro Histórico (1994) o el edificio de apartamentos “Rodin” (1992)

Al igual que el paisaje étnico y cultural, la actividad arquitectónica en Ciudad de México es una encrucijada de caminos: modernidad y tradición, lujo y compromiso, villas con jardín o edificios tan agresivos como la contaminación de la capital.

Foto de portada: RussBowling