Partía del noreste, más allá de la M30, en los dominios del acero, el cristal y la modernidad. Hui al inicio de las grandes arterias adentrándome en la circulación venosa de la Concepción y Ventas, respirando la vida tranquila de barrio en una tarde lluviosa y veraniega, hasta llegar a Manuel Becerra, donde los humos de un puesto de churros me llevaron en volandas a tardes de verbena de San Isidro, a música de tiovivos y trenes de la bruja, algodones de azúcar y churros enhebrados en un junco. Niñez.
Desigual contienda la que se libra entre la tradición y el pastiche artificioso, huachafero y multingüe. Y repartiendo algún que otro “no, gracias”, con hipócrita sonrisa incluida, voy sorteando cazadores de guiris que me ofrecen auténtica spanish food. Llego a Las Bravas que casi me paso de largo… emociones
Cruzo Sol, ya sin sol y con la luz de un hermoso atardecer que intuyo que bien hubiese merecido ser contemplado desde la Armería. Me asomo con recelo a la calle Tetuán y en su recodo - ¡albricias! - la misma fachada de madera, la de siempre, la de Labra con sus ciento sesenta años. Salvo algunos cambios en “el protocolo”, imagino que por motivos de la pandemia, todo sigue igual: sus maderas, los dorados de su comedor, el exiguo pasillo de los servicios. La nacarada tersura del bacalao, su rebozado, el bonito en escabeche y la caña cremosa se mantienen como los conocí de la mano de mis padres.
Buen broche de evocaciones sápidas y olorosas en una tarde de paseo por un Madrid, aun enmascarado y, como siempre, cambiante, pero Madrid al fin y al cabo.