Su fino trazado une dos de las plazas más bonitas de Madrid, la Plaza de Canalejas con la de Santa Ana, dos recintos primorosos que aguantan con holgura el paso de los años. La Calle del Príncipe está destinada a unir para siempre un camino lleno de historia, un paseo delicioso que encierra, en una de sus esquinas, una leyenda de amor y espíritus, pero vayamos por partes.
Lo primero que debemos aclarar es a qué príncipe está dedicada esta discreta vía. Al igual que sucede con la Calle de la Princesa, bautizada así en honor de Isabel de Borbón y Borbón, la ‘chata’, con la calle del Príncipe sucede algo similar. Según el historiador Gonzalo de Céspedes, su creación viene dada por el nacimiento de Felipe IV, motivo por el cual hubo unos actos festivos que “no se vieron igual por príncipe alguno”.
Esta calle no ha sido ajena a esa costumbre que tiene Madrid como es el cambio del nombre de muchos de sus vías, algo que afectó especialmente durante la Primera República a todas aquellas calles cuyos nombres estuviesen relacionados con la monarquía. Durante un tiempo se la denominó “Calle de Izquierdo” en recuerdo al General Rafael Izquierdo y más tarde, durante la Guerra Civil su designación oficial fue “Calle de Francisco Maciá” recuperando en 1939 su primitivo nombre.
Nomenclaturas aparte, esta centenaria calle ha visto florecer al Barrio de las Letras y aquella sociedad del Madrid de espadachines y literatos siendo una de las más elegantes y frecuentadas de la Corte. De hecho, en ella estuvieron ubicados el Corral de la Pacheca y el Corral del Príncipe, éste último en el lugar donde actualmente se alza el Teatro Español. Auténticos hervideros sociales de la época.
Antes de poner el punto final a este paseo nos detendremos en el edificio que hace esquina con la Calle de Manuel Fernández y González. Aquí, en 1588 vivió Prudencia Grillo, una hermosa chica de la alta sociedad, hija del banquero de origen genovés, que se enamoró del alférez Martín de Ávila. Ambos se las prometían felices hasta que él tuvo que partir a la guerra. Un trago especialmente amargo en el momento de la despedida. Él para intentar calmar las lágrimas de su amada le aseguró que si le pasaba algo, su espíritu atravesaría las paredes y, como señal, tiraría uno de los cajones de la cómoda al suelo.
Transcurrieron los meses y Prudencia no tuvo noticias de su pareja hasta que una noche, un extraño presentimiento interrumpió el sueño de la chica. Entonces, una sonora brisa invadió toda la estancia. Ella comprendió al instante lo que aquello significaba. Trató de apartar su mirada pero sus oídos no pudieron evitar escuchar el impacto del cajón contra el frío suelo. Días más tarde le confirmaban de manera oficial lo que ella ya sabía, Martín había muerto. En ese momento, Prudencia optó por ingresar en el Convento de Santa Isabel y dejar para siempre su vida cortersana.
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La primera fotografía de Madrid