Un paseo por Mostar

Por Luis G. Magán @historiaymundo

Entrar en Bosnia desde el sur te permite sumergirte en un abrupto paisaje que te va atrapando, entre las estribaciones de los Alpes Dináricos y la majestuosidad del río Neretva.

Al dejar atrás la frontera croata y avanzar hacia el interior, los pequeños pueblos diseminados nos van indicando que el mundo en el que nos adentramos es diferente.

Las mezquitas con sus altos minaretes nos saludan y las tumbas al pie del camino, reunidas en sus cementerios sin muros, nos dan la clave de esta tierra. La multiculturalidad oriental en Europa se hace presente y los antepasados bajo tierra lo dejan claro, descansando unos bajo sus cruces y otros bajo sus lápidas musulmanas.

Un enjambre de minaretes nos da la bienvenida en Mostar. Al otro lado del río podemos distinguir el convento de los Franciscanos con su impresionante torre que, en origen, superaba poco más de los 40 metros y hoy se yergue altiva superando el centenar y se convierte en una referencia para la ciudad.

Nada es casual, el odio y la intransigencia que en nombre de la fe y de los planteamientos étnicos y nacionalistas convirtieron un lugar como este hace 25 años en un infierno, es el mismo que permanece latente en los corazones de los que con estas construcciones pretenden marcar su territorio y desafiar al que no profesa su fe. 

Una ciudad que fue ejemplo de convivencia pacífica y de entendimiento entre distintos credos durante más de cinco siglos.

Bosnia hoy es sin duda el país de la zona que peor se ha recuperado del conflicto que lo asoló en la década de los 90 del pasado siglo, pero a pesar de la escasez de recursos, el dinero no ha faltado para que los edificios religiosos, mezquitas financiadas con dinero de los países del golfo, e iglesias cristianas vuelvan a brillar con todo su esplendor.

Pero por encima de los símbolos religiosos, la seña de identidad de Mostar es ante todo su antiguo puente, que da nombre a la ciudad Stari Most (Puente Viejo) es como se le conoce. Con su peculiar forma, uniendo las dos orillas del Neretva con un único arco muy apuntado siempre fue símbolo de la unión de Oriente y Occidente.

Este paso sobre el río fue de vital importancia desde la antigüedad ya que se encontraba en la ruta de la sal que, proveniente de las minas que poseía la República de Ragusa en Ston, fluía hacia Oriente para intercambiarse con otras mercancías.

Con la llegada de los turcos a mediados del siglo XV, y viendo la necesidad de asegurar este paso, el sultán Soleiman el Magnifico encargó la construcción de una edificación sólida que sustituyera al anterior puente de madera, que no ofrecía garantías suficientes.

En las fortalezas que controlaban el paso en cada orilla los “mostaris” eran los que lo custodiaban y cobraban los correspondientes tributos, de ahí nació Mostar.

Aunque a lo largo de los siglos se fueron construyendo otros puentes en la ciudad, esta singular edificación siempre constituyó un símbolo que, además de unir las dos orillas del río, también simbolizaba la unión de las comunidades que convivían, a un lado la cristiana y al otro la musulmana.

Y entre los cristianos, como herencia del cisma que se produjo, por un lado los católicos, en su mayoría de origen croata y por otro los ortodoxos, de origen serbio. Sin olvidarnos de una considerable comunidad judía que a lo largo de los siglos encontró refugio en estas tierras acogedoras en la que pudo convivir sin problemas.

Una amalgama de pueblos, etnias y religiones que daban ejemplo de convivencia.

Por eso cuando el 9 de noviembre de 1993, el jefe de las fuerzas croatas decidió volar lo que quedaba de aquel majestuoso puente, cubierto ya por las heridas del conflicto, las imágenes de su destrucción dieron la vuelta al mundo.

A las aguas del Neretva no solo cayeron las piedras centenarias sino que con ellas se derrumbó la esperanza de toda reconciliación.

En Mostar la guerra se sufrió doblemente, en un primer periodo cuando los bosnios declararon su independencia, la población bosnio croata y bosniaca (musulmana) se unió para defenderse y expulsar a los serbo croatas que no aceptaban esa independencia y querían que Bosnia siguiera unida a Serbia. Cuando los serbios fueron expulsados, los hasta entonces aliados volvieron sus armas y se enfrentaron entre sí, destruyendo en ese momento el puente y separando las comunidades.

La tragedia no paró hasta 1995 y la ciudad quedó destruida en un 80%. En aquellos años el mundo lo contempló, Europa habló mucho pero fue incapaz de detenerlo. La ONU mandó fuerzas de interposición y a España le tocó enviar soldados con casco azul aquí, a Mostar. Fueron 22 españoles y un intérprete los que murieron con nuestro uniforme, no es un gran número para los miles que cayeron a su alrededor, pero uno solo ya es demasiado en una guerra que desde casa nadie entendíamos. Una plaza los recuerda, “La Plaza de España”, y un monumento con sus nombres los inmortaliza.

Hoy llegar a Mostar es introducirse en una ciudad que, a pesar de haber recuperado parte de la vitalidad perdida, sigue mostrándonos sus cicatrices. Casi un cuarto de siglo después de que las hostilidades cesasen entre las comunidades y gracias a la colaboración de organizaciones internacionales y de recursos de otros países, muchas de las heridas físicas se han ido restañando.

La principal de todas su Stari Most, el corazón que late alimentado por las frías aguas del rio Neretva , que atraviesan la ciudad.

El puente es el punto de atracción para todos los que llegamos por primera vez y las calles que llevan a él se han vuelto a convertir en ríos de gente que en ciertos momentos con la vorágine del turismo de masas pueden hacernos perder la perspectiva de la importancia del lugar que nos rodea.

Pero no nos dejemos engañar por el bullicio de los turistas que nos apretujamos en sus callejuelas, Mostar es ante todo un símbolo, un grito que nos recuerda lo cerca que siempre estamos del abismo.

Hoy que la vieja Europa ve cómo en muchos países se vuelven a alzar los fantasmas del pasado, no está de más volver la mirada hacia un lugar que un día fue ejemplo de convivencia y que no hace mucho tiempo vio cómo las aguas verdes de su impetuoso río se teñían de rojo por la sinrazón del nacionalismo y la intransigencia de la religión.