Los gritos tomaron las calles. Los pasos ansiosos resonaban en las paredes de los edificios. Buscaban un lugar seguro, se buscaban a sí mismos, buscaban no tener que mirar atrás, pues sabían qué era lo que iban a encontrar. Un terror demasiado conocido, una historia demasiado habitual, la enésima secuela de una saga que nadie quería continuar.
Los villancicos se tornaron silencio en lo que un pez volvía a beber. Las canciones sonaban distintas. La desazón tomó la plaza. Los puestos vacíos llenos de adornos hablaban por sí solos. Los chillidos de desesperación de los que clamaban a alguno de los tantos dioses que habían provocado sucesos surcaban los cielos, asustaban a las nubes, intimidaban a los pájaros que no se atrevían a cantar.
En mitad del bullicio se hallaba un pequeño peluche. Era un osito de color marrón, demasiadas veces remendado, con una historia detrás de cada vez que había pasado por quirófano, con un sinfín de sonrisas a sus espaldas, cruelmente relegado a ser testigo de la desaparición de su fiel compañera de aventuras, atropellada por un camión, lanzado lejos para protegerle en el último instante.
Era el único que sabía qué había ocurrido con su heroína. Pugnó por levantarse entre el bullicio. No sintió nada cuando policías y ambulancias pasaron por encima. Solo quería levantarse, caminar hasta aquel gritaba desolado, aquel que corría en dirección opuesta a todos los que huían despavoridos. Su peor miedo no se hallaba en la muerte, sino en seguir viviendo sin volver a verlas jamás.
Aquel osito lo sabía. Lo había visto desde pocos años, pero era consciente de que era uno de los dos héroes de aquella a la que quería tanto. Por eso intento gritar sin cuerdas vocales, trató de levantarse sin músculos, luchó por volar sin alas. Nada funcionó, nada consiguió moverle. Por ello se limitó a llorar sin lagrimales y a sentir el más agudo de los dolores sin corazón.
El hilo de sus ojos era invisible para cualquiera que no creyese que vivía, para cualquier adulto que hubiese perdido a su niño interior. Sin embargo, aquel hombre estaba perdido como cualquier criatura sin su madre, así que las atisbó. Fue un simple reflejo de la luz de las sirenas, un simple chispazo, nada más que una casualidad. Saltó cordones policiales, esquivó a toda la seguridad. Se lanzó al suelo, destrozó sus pantalones, no soportó ningún dolor en sus rodillas, no experimentó nada hasta que lo tomó en brazos. Lo sujetó con fuerza y sintió que le devolvía el abrazo. No era más que una tontería, era un juguete, un simple recuerdo de lo que fueron y nunca podrían llegar a ser, pero aun así lo apretó todavía más contra su pecho, tanto, que parecía que lo iba a atravesar.
Allí las escuchó. Un susurro lejano, unas palabras difuminadas por la realidad, un «te quiero y siempre te cuidaremos, estemos donde estemos», un desgarro en su corazón, un niño incontrolado suelto por un mundo de terror.
Las fuerzas le abandonaron. Cayó al suelo, no quería sujetare, no quería seguir. Simplemente se acurrucó, simplemente abrazó al oso, simplemente no lo quería soltar jamás. Era lo único que quedaba de su mundo.
Carmelo Beltrán@CarBel1994