Los muchachos pretendían montar una de sus pantomimas para celebrar el cumpleaños de su madre. No sé qué opinará mi hija cuando les vea vestidos como adefesios con la tela de las cortinas, por si acaso yo he ido sobre seguro y le he comprado un plumier que, todo sea dicho, me ha costado un potosí. La función de los niños me recordaba al "Sueño de una noche de verano", parece que fue un acierto llevarles a ver la representación de la obra. En este caso la historia sucede durante una noche de primavera, supongo que por la fecha del día señalado en cuestión era más apropiado situarla en ese equinoccio. Un duende tarambana complica la vida de un par de enamorados con sus triquiñuelas. Ella es una heredera bella y meliflua que no sabe cómo rechazar con gentileza la oferta de matrimonio de un truhán arruinado, con un guardarropa de dandi de otra época, algo pedante y de modales rimbombantes, que aspira a su dinero y que toma lecciones en el arte de la seducción del picaflor de su criado. Para evitar herir los sentimientos del galán, la dulce sílfide cuenta con la ayuda de su doncella, que ejerce de correveidile entre su señora y el criado del cazafortunas que, por desgracia, termina por embaucarla. Sin apoyos, la damisela se siente perdida y accede a escapar con el donjuán. No es extraño que al futuro suegro le dé un patatús al enterarse de los planes, información que el duende se encarga de hacerle llegar, sin anestesia ni miramientos, y que el soponcio evite la boda. La trama les tenía entusiasmados y los preparativos de la función marchaban sobre ruedas hasta el momento del reparto de papeles. Era una entelequia imaginar siquiera que uno de los secundarios estuviera conforme con su suerte, todos deseaban ser protagonistas. Se armó entonces tal alboroto que opté por desentenderme y abstraerme en mi lectura. No pintaba nada en ese jaleo.
Mi nieta pequeña era la única que estaba pendiente de mí, supongo que porque la chiquilla no tiene edad suficiente para participar en la cuchipanda del resto. La niña es un primor, se entretiene sola, para ello le basta con la cocinita que le regalé. Le gusta darme a probar los manjares que prepara. A pesar del cariño no creo que su sino sea convertirse en una chef de renombre. Es una suerte que aún goce de un estómago de hierro y que no haya amalgama que pueda con él. A veces no comprendo cómo un juguete tan pequeño da para albergar tantísimos cachivaches, en ese mueble termina todo lo que se pierde en la casa. Claro que no dura mucho, su contenido enseguida pasa a convertirse en un ingrediente más de cualquier batiburrillo inmundo. Ahora que lo pienso...¿Estará allí la caja de matarratas que no encontraba esta mañana? ¡Córcholis! ¡Matarratas! Mucho me temo que acabo de descubrir la clave del misterio.