Revista Cultura y Ocio

Un perro en un paraninfo / Festejando la literatura con alumnos del IES Juan de Aréjula de Lucena

Por Calvodemora
Un perro en un paraninfo / Festejando la literatura con alumnos del IES Juan de Aréjula de Lucena
Para conmemorar el día del libro, el Ayuntamiento de Lucena ha organizado varias actividades. Entre ellas los "Encuentros literarios sin salir de casa". Mi colaboración ha consistido en visitar el IES Juan de Aréjula y hablar a los alumnos de 4º de ESO sobre lecturas y sobre escrituras. Les leí un cuento que escribí hace unos años. Días antes, un poco preocupado por no dar con la cuerda que les motivara, lo rehice, lo alargué, le extirpé lo que ciertamente no les motivaría y lo sentí, en esa transformación, nuevamente mío. Como si hubiese sido escrito por primera vez.  _________________________________________________________________
NIBELUNGO
Mi perro Nibelungo desconfía de los gatos y, contrariamente a lo que hacen el resto de los perros que conozco, no consiente entre sus vicios callejeros la intimidación. Ni ladridos iracundos ni baba asesina en el morro. Mi Nibelungo animal de raza muy retraída, se engolosina con las palomas en los parques y arrima su lomo a mi paso cuando la calle se vuelve ruidosa o advierte la cercanía de otros perros a su rabo. Otro de los asuntos que hace que mi perro no sea como los demás perros es su asombrosa afición a la ópera o al cine negro. En cuanto escucha una voz barítona se agita como si anduviera en celo, ladra con emoción y pone los ojos como en blanco. A poco que preste uno atención, si se le observa con detalle, se percata de que en algunos arias particularmente hermosos de Verdi, en los que las voces son arcangélicas y los violines suenan celestiales, Nibelungo sigue el trayecto invisible de las notas moviendo delicadamente la cabeza, y hay ocasiones en las que podría parecer que conoce las partituras y actúa como el director de la orquesta, subiendo o bajando la pata, escorándola a izquierda o a derecha como si fuese una batuta. Tampoco pierde oportunidad de echarse en su alfombrita de paño turco y acompañarnos a mi mujer y a mí cuando ponemos El cartero siempre llama dos veces o Perdición, obras cumbres del cine negro de los años cuarenta. Cuando asesinan a alguien, por la espalda o a cara descubierta, ladra y uno advierte que el ladrido perruno y el llanto humano son, en el fondo, la misma secreta y filantrópica cosa. En los títulos de crédito, Nibelungo no se levanta de inmediato. Agacha el morro, entorna los ojos y se diría que mastica las cosas que ha aprendido. Luego se yergue, estira su cuerpo pequeño y sale al patio o se retira a su colchón. 
Comparte Nibelungo conmigo estas extravagancias domésticas y me busca, caída ya la tarde del viernes, para olisquearme la bata. Le tengo yo a Nibelungo el cariño que a veces no le dispenso a ninguna criatura de mi raza. Le saco de paseo al parque o le llevo a una tienda de animales domésticos en donde lo asean , lo pelan y le hacen sentir el perro más maravilloso del cosmos. En ese ir y venir por las calles jamás me puso en evidencia al modo en que lo hacen los perros de los demás. Nunca olisquéo a una hembra de su raza. Esas pasiones del corazón no le interesaban lo más mínimo. Tampoco se arrimaba a las peleas con las que suelen adornarse los parques que frecuento. Al verlas, alzaba una pizca el morro, movía ligeramente el rabo y abría con verdadero interés los ojillos, pero ahí acababa todo sin interés en la pendencia. Igual que Cátulo cantó al gorrión de Lesbia y nuestro Antonio Gala dedicó un librito a su perro Troilo, lo mismo que los ingleses adoran los gatos o los hindúes saben que la vaca es un animal sagrado, yo consagro este capricho literario a mi perro Nibelungo, que anoche se fugó de casa con otro perro de su raza, torpe y aburguesado como él, cuyo dueño me confesó el amor que su mascota, Traviato, tenía por las óperas de Verdi. 
- Les pierde el bel canto, las masas orquestales, la épica de esos héroes románticos - comentó atravesado por una congoja indecible. 
Desde que Nibelungo no está en casa, todo va mal y camino de ir a peor. He perdido casi completamente el apetito, apenas me interesan las cosas que pasan en el mundo, no asisto al trabajo con la alegría de antes, no hablo con mi mujer e incluso he abandonado pequeñas normas de higiene a las que antes me entregaba con absoluta eficacia. He dejado crecer mi barba. La tengo agreste y salvaje. Falta que hagan nido un par de mariposas en su boscosa mata. Tampoco me importaría, la verdad. Igual me dan compañía en las noches y les tomo cariño y ellas me lo toman a mí. En el fondo soy un sentimental, ya ven. Uno de los que se arrugan cuando le hablan con ternura o cuando, pongo por caso, un perro se hace extensión de tu sombra y disfruta de tus cosas como nadie ha disfrutado nunca. No pongo el pie en la calle salvo que tenga que ir al médico a que me examine por si este mal que padezco tiene una cura a la que pueda contribuir la medicina. Yo sé qué hará que sane. Ni el psicólogo que mi mujer quiere que visite ni todas las pastillas de colores del mundo obrarán el milagro. Lo que quiero es que un alma caritativa, un gentil señor o una buena señora, un niño gordo o una niña con trenzas llame al timbre de la puerta y me entregue a mi Nibelungo. De verdad que la vida es insoportable sin él. He pensado muchas veces en lo idiota de mi comportamiento. He razonado que hay personas que pierden seres queridos y levantan cabeza y vuelven a tomar café en las terrazas y hacen las compras en los mercados. Sé que la vida sigue y que todas las heridas, incluso las más terribles, cicatrizan, pero no hay manera de que todas esas buenas cosas que pienso me las crea y me hagan efecto. La vida, si no fuese tan cruel, sería una de esas películas con argumentos terribles que uno ve y de las que se olvida a los diez minutos, pero mi vida es una película triste y sigo sentado en una butaca, mirando la pantalla, contemplando la secuencia patética de mi existencia. 
Hace un par de días que me dejó mi mujer. Dejó una sencilla nota debajo del imán en forma de perro de peluche que tenemos en el frigorífico. Decía: 
- A Nibelungo es posible que lo encuentres. A mí me perdiste el día en que el maldito chucho puso el pie en esta casa-
No he quitado el papel prendido al frigorífico todavía. Lo miro para que me recuerde que Nibelungo no está. Uno no le desea su mal a nadie, desde luego, pero no de vez en cuando me recreo en la posibilidad de que alguno de los que consideran que estoy loco o que solo me mueve el capricho y la frivolidad sientan en sus carnes el dolor que siento. Tampoco lo entienden mis jefes, antes tan comprensivos con todos mis asuntos. No me dijeron nada cuando llegué tarde el primer día. Se limitaron a hacer una pequeña broma con el despertador, pero cuando mi indisciplina horaria malogró la firma de un contrato, me llamaron seriamente al orden. Puedo incluso llegar a entender que les irritara la forma en que había descuidado mi aspecto. La barba montaraz, el desarreglo en el vestir o las uñas sucias y sin cortar. Lo que no comprendo es que se tomaran a broma el extravío de Nibelungo. 
Hace algo más de una semana que no salgo de casa. Entretengo mi ocio viendo libros sobre temas caninos y salgo a la terraza a fumar y a ver pasar coches y señoras con perro. Qué felices son. Con qué alegría se manejan por las aceras. Con qué delicado primor se agachan y recogen con una bolsita las deposiciones. Me pregunto si esas nobles y amables criaturas que despiertan mi envidia y alegran mi tristeza serán aficionadas a Verdi y a Wagner. Si como mi llorado Nibelungo, echarán el morro delante del televisor de plasma y no perderán ningún detalle de todas esas películas de cine negro que a mí me entusiasman. Anoche salí a la calle. En uno de mis sueños, en uno particularmente lamentable, un coche atropellaba a Nibelungo. Voy a liberar al amable lector de este informe de mis desgracias de la incómoda restitución de los detalles. Solo diré que fatigué el barrio entero. Anduve por calles en donde nunca había estado. Paseé parques oscuros en donde los jóvenes, felices como un caracol en un espejo, se bebían la vida en un cubalitro. A ninguno se me ocurrió preguntarle por Nibelungo. Nunca se me dio bien abordar a un extraño. En eso soy como mi Nibelungo, un ser amable en el fondo, pero de una timidez enfermiza. Por eso me cuesta tanto trabajo entender qué hace mi perro en las calles, solo, sin mi protección, sin Wagner, sin la alfombra de paño turco bajo su panza, viendo películas de Stanley Kubrick. Seguro que el sueño es una premonición. Seguro que está en el depósito de cadáveres, aunque ahora que lo pienso, ¿tendrá el ayuntamiento de mi ciudad un servicio para estas inconveniencias urbanas? Un perro muerto, a la vista de todos, expuesto al dolor de sus dueños y a la visita de las moscas , debería ser recogido, tratado con el respeto que merece. No me dejen ir por aquí, que voy a echarme a llorar. Nibelungo está con Traviato, el perro con el que se ha fugado. Porque es una fuga. Volverá a casa. Un día de éstos, sin que yo lo espere, sin que una señal en el cielo me avise, sin que me lo pronostique un sueño, rascará la puerta con sus patitas, ladrará todo lo fuerte que sabe y moverá el rabo con el ardor de antaño. Yo le pondré la cabalgata de las valkirias en el equipo de alta fidelidad, le dejaré que elija película por la noche y lo sacaré de paseo por los parques. En esa bendita felicidad, me afeitaré la barba, rogaré a mis jefes que me permitan volver al curro y buscaré a mi mujer sin descanso solo para pedirle perdón y hacerle ver que la amo y que mi vida, sin ella, es un completo desastre. Tenemos que ver otra vez los tres El cartero siempre llama dos veces. Es nuestra película favorita.
 __________________________________________________________________
 Antes de la lectura del cuento, los animé a leer, les dije que escribir es una actividad estupenda, porque uno se inventa las historias que desea y no depende de las que le cuentan los demás. Piensa uno que a esa edad, todavía párvula en lecturas de fuste, conviene el entusiasmo más que ningúna otra cosa. El entusiasmo, el que uno imprime en lo que puede, confiere al discurso un tono de concilio feliz, una especie de casa común en la que las dos partes de hoy, yo arriba, junto al micrófono, atrincherado sin quererlo, y ellos en sus sillas, expectantes, ingenuos, cándidos, puros y también fieros, han compartido un secreto durante más o menos una hora. La literatura era el secreto a profanar. Quise descerrajar los usos de la costumbre y tal vez solo conseguí retirarlos de la rutina de todos los días y asistir a la conferencia de un pequeño charlatán de feria, pero ah amigos, feria de ficciones, convidados todos a la felicidad de las palabras, festejando el triunfo de las mentiras estupendas que nos regalan las palabras de las novelas, de los cuentos. Yo les leí dos. Uno era éste que acabáis de leer. Creo que a algunos, por lo que observé, yo tan desatento, no les incomodó mucho. Agtradezco a Eduardo del Río y a Carmen Anisa, que me asistieron, me acompañaron y me hicieron sentir muy bien, de verdad. Mi hijo, Emilio, ahí andaba, emboscado entre los compañeros y entre los amigos, escuchando a su padre. Luego, en casa, me dijo que se me notó nervioso al principio. Que leí a ratos deprisa. Nada que no sea verdad. Ha sido un día bonito.


Volver a la Portada de Logo Paperblog