"un piano en la oscuridad (piano in the dark)" -extracto-

Por Orlando Tunnermann






..."¿Qué es este silencio? No sé dónde estoy. Mi cuerpo, mis manos, mi cabeza, parecen grávidos e insustanciales. Una bruma gélida y espesa me circuye, me oprime y apresa. Camino sin pisar el suelo, como si fuese un fantasma, flotando sobre un sendero gaseoso. No puedo volver atrás. Lo he intentado una y otra vez, pero por cada intento fallido el camino me retorna al punto de partida. Escinde la oscuridad rasgada un claror desconocido. Es mi destino, ese fulgor ignoto invoca mi nombre, me espera. No tengo miedo, no siento nada salvo el vacío de mis entrañas. Son livianos mis huesos y mi carne. Recuerdo el cuerpo cálido de Adriana cosido al mío. Hace tan sólo un instante cabalgábamos juntos hacia las cotas celestiales de un paraíso allende las nubes. Ella se retorcía entre mis brazos mientras sus piernas se abrían para invitarme a la lujuria. Yo era fuego dominante y pasión desbordante. Ella, sensualidad y picardía, hambre insaciable y deseo refrenado. Codiciosa de mis besos, Adriana me exhortaba que no me detuviera, que prolongara la tormenta de fuego bajo las sábanas de una alcoba en un viejo barrio de París.
Recuerdo un dolor lacerante en la espalda y una cascada de espuma roja que manaba de mi cuerpo, salpicando las paredes, dibujando bocetos abstractos con puntos y manchurrones grotescos. Al fondo del camino puedo columbrar a un hombre sentado al piano. Está interpretando "Gran Sonata para piano de Martillos", de Beethoven. Es un hombre muy viejo y enteco, corcovado, esquelético. El cabello ralo y cano parece pegado a su calavera descarnada. Tocan sus dedos ososos, artríticos, afilados como garfios, con energía inusitada. Su rostro, demudado por la emoción, la cabeza desprendida de toda horizontalidad...
A medida que me acerco me sobrecoge un estremecimiento glacial que no puedo describir con palabras. Quiero escapar, huir, pero mis pies no retroceden, sólo avanzan inexorables hacia mi destino.
El hombre sentado al piano ha dejado de tocar. Se vuelve hacia mí, me observa con una tristeza como de hambruna africana. Sus labios tiemblan. ¡Yo conozco a ese hombre! Me pongo a llorar, pero mis ojos están secos. No hay lágrimas que barnicen mis mejillas. Le hablo con voz cavernosa que no reconozco como mía.
-"¿Qué haces aquí, papá? -Le pregunto con extrema angustia-.
Él sonríe con esa tristeza congoleña de antes. Sus dedos huesudos se posan en mis hombros. No siento sus manos, no siento el calor de sus manos sobre mi piel.
-"No, hijo mío. Yo estoy donde debo estar. La pregunta es: ¿Qué haces tú aquí?"
Entonces lo entiendo, y lloro de nuevo. Pero no hay lágrimas en mis ojos que pregonen mi sufrimiento..."