Un poemario: Anfitriones de una derrota infinita, de Joaquín Juan Penalva

Publicado el 19 agosto 2015 por Delecturaobligada @DelecturaOblig

Por: Manuel García.

Citando a Stanislaw Lem, el propio autor lo deja claro en muchos de sus versos: “No tenemos necesidad de otros mundos. Lo que necesitamos son espejos”.

Llega a mis manos el nuevo poemario de Joaquín Juan Penalva, Anfitriones de una derrota infinita, editado por Huerga & Fierro, y no sé si considerarlo como la mejor obra que he leído de este autor nacido en Novelda (Alicante). Sus libros anteriores, La tristeza de los sabios o hiberna, hibernorum, por ejemplo, intentan descifrar los entresijos que hay tras ese Universo que todo lo trama desde el tiempo y los espacios, como si cada cosa mínima, cada experiencia última, formase parte de una urdimbre inalcanzable que expresa la propia ambición poética y la naturaleza devastadora e increíble del cosmos. Algo así viene a recordarnos Anfitriones de una derrota infinita, pero la diferencia frente a los otros poemarios estriba en que todo parece más personal, más intuitivo, con una declarada intención por parte del autor de dejarse ver, de mostrarse desde sus defectos, desde sus proyectos fracasados, desde esa derrota que también está urdida en algún lance en el que intervienen las estrellas, lo inasumible de las galaxias y de su tiempo relativo.


Citando a Stanislaw Lem, el propio autor lo deja claro en muchos de sus versos: “No tenemos necesidad de otros mundos. Lo que necesitamos son espejos”. Que nadie confunda a Joaquín Juan Penalva como un mero poeta de la experiencia; sería catastrófico. Lo que nos revela Anfitriones de una derrota infinita es una poesía de concisión, donde lo elemental no está reñido con duras reflexiones filosóficas, con aforismos estoicos que calan, que, sin dejar de tener una irónica visión de la vida, escriben sobre la frustración, sobre la frustración creadora y aquella que se vive, siendo un tipo normal que intenta hacer realidad sus sueños, pero que la vida resuelve por inescrutables caminos, por derroteros que solamente la poesía, desde la distancia, es capaz de volver a sondear para extraer alguna lección moral. La sencillez de su poesía, la carencia de adjetivación, la desnudez, en definitiva, de su verso solamente existe para involucrarnos en lo que parece una evidente preocupación para el autor: el tiempo se escapa y los espacios, el recuerdo de cada uno de ellos, es la mejor manera de armarlo, como un orden cronológico absurdo, pero que, desde la poesía, desde las estrellas, posiblemente tenga alguna razón, hermosa al mismo tiempo que fatalista.

> “En Álcazar de San Juan,/ junto a la vía,/ hay un cementerio/ de vagones de tren/ abandonados,/ viejos, rotos …/ En Alcázar de San Juan,/ junto a la vía del tren,/ hay un cementerio/ de historias/ -cada vagón/ guarda la suya,/ cada asiento,/ cada litera,/ la nuestra-;/ esta es una de ellas”. (pág. 29).

> “Tengo un libro lleno/ que me regaló Yolanda/ hace ya algunos años,/ cuando todavía no tenía treinta./ Habrá un día en que,/ quizá,/ ya no quepan en él/ más palabras,/ pero puede que haya sitio/ todavía/ para un poco más/ de vida.” (pág. 35).

> “Lo demás …/ es la vida,/ el tiempo,/ el recuerdo…/ pero, / ¿dónde están los Casablanca,/ los cursos de doctorado,/ las tardes de cine, / los paseos por la feria,/ nuestra vida de entonces?/ Están, ahora lo sé, en un patio de butacas/ imaginario/ en un tiempo/ muerto,/ en aquellos momentos/ felices”. (pág. 38).