La calidad personal y la capacidad intelectual de los gobernantes actuales es, cuanto menos, patética y motivo de sonrojo. Abunda la mediocridad en quienes, incapaces de discernir y aspirar horizontes de ilusión y grandeza para sus pueblos, se limitan a aprovechar la oportunidad para satisfacer sus pequeñas ambiciones individuales o entablar batallas estériles en asuntos que apenas tienen repercusión en el bienestar de los ciudadanos. Adolecen de una visión estrecha y cortoplacista en sus proyectos políticos, condiciones que los limitan a una gestión encaminada a contentar sólo su “clientela” electoral y asegurarse la renovación de su confianza en las urnas. Para ello estimulan respuestas emocionales y no las surgidas del conocimiento exhaustivo y crítico de los problemas que han de abordar en su cometido. Buscan, por tanto, la complacencia inmediata, no la solución definitiva de lo que preocupa e infiere al interés general. Los estándares morales y las capacidades que exhiben la mayoría de estos políticos mediocres son, desgraciadamente, decepcionantes y, lo que es peor, continúan depreciándose. De hecho, ni siquiera guardan pudor en alardear de sus carencias ni en presumir, incluso, de sus bochornosas simplicidades. Un ejemplo paradigmático de lo que intentamos describir es Donald Trump, un presidente amoral, incapacitado, rufián, ignorante, insolente e imprevisible, todo lo cual lo convierte en un peligro para su país y para el mundo entero.
Pero, si no todo vale en los negocios –regulados por normas y leyes-, menos todavía en política –sometida también a usos, normas, leyes y consensos tácticos, éticos y hasta estéticos-, aunque se posea el poder de todo un presidente de EE UU. Ni la política, en general, ni las instituciones, en particular, soportan verse desprestigiadas continuamente por el comportamiento de un personaje que cree administrar su país, y, de paso, al mundo, con los modos y la forma con que lo hace Donald Trump. Con todo, más allá de su ramplonería como gobernante, serán sus dotes personales las que lo invalidarán como titular de la primera magistratura de su país. Y, de hecho, serán esos defectos los que finalmente lo apartarán del cargo cuando deriven en ilícitos penales, como los que ya le investigan y acorralan cada día más, o alimenten la deserción de sus seguidores a la hora de aspirar a un segundo mandato. Su propia personalidad será su mayor y más grave problema, peor incluso que la posible connivencia que pueda tener con la trama rusa de injerencia y manipulación en las elecciones en las que salió elegido, los probables delitos de financiación ilegal cometidos durante su campaña y los escándalos sexuales que haya protagonizado en su poco modélica vida y ocultados gracias a los generosos talones de su chequera.
El rosario de “pecados” que condicionan su carácter ha quedado al descubierto con el comportamiento y la actitud del presidente más amoral de la historia de EE UU., un candidato que se había comprometido a “drenar el pantano” de Washington y limpiarlo de corrupción. Se presentaba, entonces, ajeno al establishment político y ni siquiera en desfachatez ha demostrado serlo. En un resumen nada pormenorizado de sus “bondades” naturales, destacan:
Abusador en sus negocios y en el trato con la gente, sobre la que siempre ha de resultar ganador aunque el asunto ni la relación supongan una negociación ni una competición. Menosprecia a los débiles y acosa a las mujeres, de las que se jacta de poder manosearlas en público sin que se lo impidan. Su misoginiaes tan evidente que existen vídeos con sus declaraciones al respecto y de propasarse con ellas. De hecho, de su conducta sexual deriva otra cualidad que le persigue de antiguo: ser irrefrenablemente adúltero. A nadie le importa la vida íntima de un particular, pero si ese particular va a dirigir el país y controlar tu vida, a través de leyes y nombramiento de jueces con los que podrá imponer una determinada moralidad a los ciudadanos, entonces sí es relevante lo que hace, dice y piensa ese particular sentado en la Casa Blanca. Y ya se ha demostrado que Trump pagó 130.00 dólares a una actriz porno y otros 150.000 dólares a una exmodelo de Playboy, pagos que al principio negó y después reconoció como dinero suyo. Una rectificación tardía porque, aparte del adulterio, cosa que atañe a su esposa –una inmigrante nacionalizada-, el problema para Trump es que su exabogado personal lo incrimina como instigador de tales pagos, lo que implica un delito de financiación ilegal de su campaña electoral. De adúltero a presunto delincuente por un mismo motivo. Por mucho menos procesaron a Bill Clinton, aunque salió indemne, por mentir respecto a su affaire sexual con una becaria de 21 años en el Despacho Oval, en 1998.
De su xenofobia, racismo y aporofobia hay poco que añadir a lo ya conocido, una vez contemplada su insultante campaña electoral contra la inmigración mexicana, su obsesión por levantar un muro en la frontera con aquel país, su iniciativa de separar a los hijos de sus padres para forzar la deportación de los inmigrantes, la supresión de los permisos de residencia y trabajo a los “dreamers”, tan norteamericanos o más que la propia Melania, esposa de Trump, la prohibición de entrada al país de ciudadanos de determinados países musulmanes por el hecho de credo religioso, y hasta la supresión de ayudas en seguros médicos a las minorías sin seguridad social. De su “supremacismo” racista hablan, cómo no, su comprensión a la actitud fascista de los autores de los sucesos de Charlottesville, su ataque a los jugadores negros que se manifiestan contra los abusos policiales, sus comentarios peyorativos sobre naciones como Haití, El Salvador y otras de África, a las que alude como “países de mierda”, y hasta su controversia con una exasesora suya en la Casa Blanca, Omarosa M. Newman, a la insulta llamándola “perra”, y que ella revela, junto a otras “píldoras” del presidente, en un libro que ya es número uno en ventas en EE UU. No es necesario, pues, añadir nada más para descubrir de la actitud de odio e intolerancia que rezuma Donald Trump.
¿Y traidor? Este es el gran interrogante, la gran cuestión que muchos se plantean en torno a Donald Trump, dado su comportamiento político, su admiración de líderes autoritarios, sus reuniones sin testigos y sin agenda con el presidente de Rusia, los encuentros de miembros de su equipo electoral con personajes rusos sospechosos de injerencia en procesos electorales, su ambigüedad en torno a la trama rusa y el espionaje al ordenador personal de la exsecretaria de Estado, Hillary Clinton, y de su desconfianza en sus propios servicios de inteligencia en relación con su investigación sobre una injerencia extranjera, ya demostrada, durante las elecciones presidenciales. Aunque es improbable que pueda ser acusado de tan grave delito, personalidades destacadas de aquella sociedad lo insinúan. John Brennan, exdirector de la CIA, califica de “traición” muchos comentarios de Trump. También, el exdirector del FBI James Comey, despedido por Trump por negarse a parar la investigación de la agencia sobre la trama rusa, afirma que el presidente había vendido a la nación. Muchos ciudadanos también lo piensan después de que el presidente de EE UU cuestionara los servicios de inteligencia de su país y apoyara la versión del mandatario ruso, tras reunirse a solas con él. Hasta senadores de su propio partido, como el republicano Bob Corker, consideran que la rueda de prensa en Helsinki entre Trump y Putin fue “triste y decepcionante”.En cualquier caso, la traición es difícil de probar y, menos aún, condenar a un presidente por ello.
Pero de lo evidenciado de su personalidad, resulta más probable que, a causa de sus abusos, mentiras y complicidades penales, sus propios votantes acaben hartos de un ser tan amoral, imprevisible y peligroso como Donald Trump. Si no, al tiempo.