Si bien en muchos aspectos nuestra historia es equiparable a la de los países europeos de nuestro entorno, la gran anomalía española consiste en que ninguna de nuestra revoluciones consiguió romper del todo las cadenas impuestas por la tradición del Antiguo Régimen. La Iglesia y las grandes familias de terratenientes se las arreglaron siempre para conservar el poder o al menos su influencia en el mismo y cuando lo vieron peligrar, no han tenido nunca problemas morales para apelar a la violencia. Después del experimento no falto de buena voluntad y nobleza por parte de muchos dirigentes, pero fallido, que supuso la Segunda República, la democracia solo se ha establecido en nuestro país después de un doloroso pacto basado en el olvido institucional con el anterior régimen, lo cual consolidó un Estado de derecho moderno, pero dejó muchas costuras, sobre todo económicas y territoriales, mal hilvanadas, lo cual no ha traído sucesivos quebraderos de cabeza a los distintos gobiernos de la democracia y no ha podido reconciliar del todo a la ciudadanía con el siniestro pasado, quizá ya remoto en el tiempo, pero presente todavía en la realidad política del día a día.
Nuestro relato histórico está demasiado poblado por personajes como Primo de Rivera, Juan March (un financiero corrupto cuyo poder económico le permitió financiar una parte considerable del esfuerzo bélico de las tropas de Franco) o Alejandro Lerroux, que siempre anhelaron acercarse al poder con el fin prioritario de aumentar su riqueza personal. El mismo Franco, que se las daba de austero, había acumulado a su muerte una tremenda fortuna personal de la que siguen disfrutando sus herederos. Tampoco ha ayudado a nuestro progreso la actitud de muchos dirigentes de la izquierda, como Largo Caballero, de discurso intrasigente, incapaces de llegar a consensos básicos que evitaran la radicalización de la sociedad en bandos irreconciliables, como acabó sucediendo en los meses previos a la Guerra Civil.
Un pueblo traicionado pretende ser también, como su propio nombre indica, un homenaje a la dignidad de un pueblo que ha tenido que padecer a un gran número de dirigentes a los que les ha importado muy poco el bienestar de sus ciudadanos y mucho el propio y el de sus allegados. Como siempre, la escritura de Preston está acompañada por un gran rigor histórico, aunque en esta ocasión no nos encontramos ante el mejor libro del autor de El holocausto español, dado que no ofrece, en rigor, todo lo que promete: muchos de sus capítulos, en vez de dedicarlos a excavar en las causas últimas de nuestra corrupción endémica, están dedicados a la narración de acontecimientos históricos ya muy conocidos. Resulta curioso que la mayor profundidad se encuentre en los últimos capítulos, los dedicados a los gobiernos del PSOE de Felipe González y del PP de Aznar. Los viejos demonios de nuestra historia nunca acaban de partir del todo.