Dicen que de los puentes lo que importa es que aguanten. Y si es así como se mide la importancia de estas construcciones humanas, si así calculamos su valor, hay un puente sobre el Drina realmente importante.
Desde el año 922 de la hégira, hasta los primeros años del siglo XX del calendario gregoriano, es decir, en un lapso de casi 4 siglos, en una ciudad –Visegrád– asentada entre el cielo, el agua y las montañas, rodeada de sauces, álamos, ciruelos y cereales, habitada por personas con una inclinación innata hacia una vida despreocupada y hacia el deleite, acontece lo que nos narra Ivo Andrić.
Un manejo excepcional del tiempo y el espacio, y una capacidad admirable para hacernos olvidar de nosotros mismos, es lo que emplea Andrić para integrarnos en la vida de un pueblo al que la fundación de un puente hecho en piedra, encargado por un ser de esos brillantes y a la vez terribles, un visir, le cambia la manera de comunicarse con el mundo.
Ahí esta Andrić, parado sobre el puente, en la kapia, que es su centro, sobre el río Drina también, hilando fino las variadas y abundantes vivencias que pasan por allí, sobre once arcos que asemejan ojos, narrando lo que para muchos de nosotros es desconocido, construyendo un puente –otro– necesario entre dos visiones del mundo, oriente y occidente.
Sin embargo, no deja de asaltarme una duda ante este gran relato: ¿por qué el puente es el motivo? Una posible respuesta la hallé en otro libro sobre la convulsa vida de Yugoslavia –si se me permite decirlo así–: en los Apuntes tras el segundo viaje de guerra por Yugoslavia, del 23 al 29 de abril de 1999, Peter Handke [Preguntando entre lágrimas, Universidad Diego Portales] cuenta sobre una pancarta con una frase de protesta escrita contra los bombardeos de la O.T.A.N. (nada mas represor que una sigla...): “Nuestros puentes tienen un alma, vosotros no”. Es posible.
William Ospina Mejía
Libélula Libros
Boletín 73 Libélula Libros:
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