No se trata de un cuento de hadas, sino de la narración de la actualidad en España que hace que nos olvidemos por unas semanas de la podredumbre en la que estamos hundidos hasta las cejas. Nos vuelven a entretener con un espectáculo maquiavélico de reyes, reinas, princesitas y proclamaciones solemnes y llenas de boato para que nada cambie y continúen los mismos personajes disfrutando de sus viejos privilegios, mientras parados y desahuciados aguardan sin esperanza el socorro a tanto infortunio. Las prisas son ahora para la monarquía, aquejada de la misma falta de apoyo y credibilidad que carcome a la política. Y la solución diseñada es una sucesión dinástica para que el apellido borbónico continúe representando un reino ficticio.
Se ha equivocado porque España es un reino de ficción, coyuntural. Este país se define reino porque así lo imaginan los narradores de mitos y leyendas históricas. Sólo porque así se nombra en la Constitución, sin más alternativa, se proclama la reinstauración del reino de España, relacionándolo hábilmente con una nostalgia de recuerdos imperiales. Tan fantástico es el relato monárquico que quien decide que España se constituya en reino fue un dictador que escoge al hijo de una persona que se consideraba con derechos dinásticos, pero que nunca llegó a reinar. Es precisamente ese dictador el que se encarga de educar a su sucesor como futuro rey, dejando todo atado y bien atado mediante un cambio de rostros y nomenclaturas que preservan el poder en las manos –y las de sus herederos- que lo detentaban.Para cumplir esa voluntad sólo hubo que jurar fidelidad a los Principios y Leyes Fundamentales del Movimiento, que más tarde evolucionarían, sin rupturas, en una monarquía parlamentaria.
España se convierte en un reino ficticio por imperativo dictatorial, que los herederos mantienen para no jugarse los cuartos con propuestas que pudieran surgir de un pueblo sin corsés ni miedos. Se busca la “estabilidad y gobernabilidad” que conviene a los poderes fácticos. Y se hace un salto dinástico, otro más en la historia de este país, para nombrar heredero al hijo del pretendiente de la corona, un conde que era el tercer hijo varón de otro rey que tuvo que exiliarse tras ser acusado de alta traición por una república. De esta manera se transita desde la dictadura a una monarquía en una elección en que no cabe más que reforma, no ruptura, para llegar a una democracia lastrada de rigideces. Un reparto proporcional de escaños consolida en esa democracia un bipartidismo que no ofrece distingos ni al sistema capitalista, ni al modelo social, ni a los asuntos que ellos llaman “de Estado”, salvo matices que pulen las aristas.
Los “súbditos” de este reino de mentirijillas quieren recuperar su protagonismo para decidir el modelo de convivencia, quieren participar en la elección de la forma de Estado y hasta en el nombramiento de quién encarnará su Jefatura simbólica. La legitimación de la monarquía o la república descansa en la soberanía popular y su expresión a través del voto. Mientras no se proceda de esta manera, España será un reino ficticio, y el rey, una marioneta que nos dejó en herencia un dictador.