Mi hijo y yo nos quedamos colgados de una rama de matial, ensartadas las manos en las puyas aguzadas del matial, rasguñados y malheridos. No podíamos subir ni bajar por aquella pendiente vertical como pared de pozo, a medio camino del purgatorio. Mi hijo lloraba, con las manitas ensangrentadas por las llagas, y yo quería gritar pidiendo ayuda pero la voz no me salía de la boca resaca, se me atascaba en la garganta como un mendrugo de pan mal ensalivado. Es un sueño, pensé, pero no, porque el fondo oscuro era tan real, con un perro enterrado que me observaba absorto, y me daba espanto mirar, y vértigo, pero lo hacía, y así estuve un tiempo angustioso hasta que oí una voz y alcé los ojos para ver tu cabeza asomada por el borde del barranco. Me tendiste la mano, larga, larga y tus ojos me sonreían.
Entonces me desperté y así he estado, desvelada toda la noche, pensando en el sueño y temblando, porque aunque fuera un sueño también era un aviso, qué aviso, me pregunto, qué peligro nos amenaza.
Un claror muy tenue se va colando por las rendijas de la persiana y poco a poco la luz va venciendo la aprensión, aunque no aleje la soledad. Quiero que estés a mi lado para abrazarte y que me abraces, para sentir tu calor en esta madrugada fría, pero no puede ser, ahora no, lo sé. Por hablo yo sola y te mando un beso, cien, mil besos que te esperan en mis labios, y, ahora que puedo, lo grito a las paredes con voces que retumban dentro.
Y esas mujeres vestidas de blanco me llaman loca.