Ayer tuve una charla de esas que no acaban nunca, pero que tampoco deseas terminar en ningún momento. Charlas al lado de una puerta que no se abre, porque el adiós definitivo nunca llega. Son conversaciones preñadas de temas que surgen, uno tras otro, como eslabones de una memoria perdida, quizá algo nostálgica, que sólo cobra vida cuando alguien la nombra y convierte el recuerdo en una sucesión de frases con cierto aroma a naftalina.
Hablábamos de cómo eran las cosas antes y de cómo son ahora. Aunque yo, más que hablar, escuchaba, primero porque no tengo edad de vivir del pasado y segundo porque me gusta empaparme de esas sonrisas que, entre arrugas, desempolvan la historia de un tiempo que no fue mejor, pero ahora lo parece.
La maestra Nati y Raúl, su sastre, me contaban cómo se respetaba antes a los toreros. Y qué torería derrochaban. El señorío de entonces. Las palabras que valían mil veces más que las firmas. El ansia de triunfar. De ser figura. La capacidad de sacrificio. El marcharse a América con un par de vestidos prestados, pero con la idea clara de que, a la vuelta, traerían tanto dinero -y tanta fama- ahorrados como para hacerse siete trajes nuevos.
Ahora ya nada es así. Pocos toreros tienen torería -y no es un juego de palabras-. Muchos -toreros y no- no conocen el señorío si no es en una etiqueta de vino. La gente -dejémoslo en un plural mayestático- no tiene palabra ni aunque la firme ante notario. El ansia de triunfar no es más que antojo de ser rico -o de conseguir pagar las deudas a quien les puso dinero para el capricho-. La figura se hace de papel cebolla y el sacrificio se limita a la cruz que algunos se empeñan en colgarse al cuello aunque luego vayan de ateos, que siempre queda más moderno.
Y fuera del toreo aún truena con más fuerza. No se respetan los galones. No hay formas -y el fondo se ha extinguido-. La verdad se ha convertido en algo que no es del todo mentira y ya pocos son capaces de dar la vida por una idea porque su vida es poco menos que un suicidio por entregas, asistido por el efecto narcótico del que nada espera porque lo tiene todo. O eso cree.