Revista Arte

Un triunfo dionisíaco desestabilizaría la estética del mundo, entonces la ilusión imaginativa dejaría paso a la infame realidad.

Por Artepoesia
Un triunfo dionisíaco desestabilizaría la estética del mundo, entonces la ilusión imaginativa dejaría paso a la infame realidad.

Es curioso que el mundo se base en una ilusión imaginativa más que en una infame realidad. Pero así es. Aun cuando la desolación anegue nuestras vidas. Pero, ¿cuáles vidas? Hay una magnitud, realmente dos, que determinará siempre cualquier hecho deleznable en la naturaleza de nuestro mundo. Es la cantidad... y el tiempo. Cuando algo es extendido en las realidades de la naturaleza, cuando afecta a multitud de sus criaturas y no a una, o a pocas; y cuando además esa adversidad se prolonga en el tiempo, no durando un día, o una semana o meses, sino años, entonces es cuando sus consecuencias son determinantes para conseguir el desequilibrio que hace algo verdaderamente insoportable. La historia de los inicios del ser humano llevaría a la conclusión de que el homo sapiens comprendería pronto que, para calmar sus angustias vitales tan desesperantes, debería alzar su mirada hacia lo más alto, hacia la grandiosidad excelsa de un poder universal que todo lo guiase. Los griegos fueron uno de los pueblos antiguos que más se plantearon esas cosas ante su mundo. Así nacería el dionisismo, una religión arcaica griega basada en el culto a Dionisos, un dios mitológico tan misterioso como necesario. Este culto griego, a diferencia de los demás cultos helenos, ofrecía una sensación de comunicación o participación íntima con la divinidad. El ser humano entonces conseguía unos poderosos efectos psicológicos en su interior. Primero una liberación de los límites impuestos por la razón o por la costumbre social. Segundo, el ser sustituía ahora su conciencia individual por una colectiva; salía así de sí mismo, ampliando sus capacidades sin la opresión de la responsabilidad personal, disuelta ahora en una nueva conciencia no reglada de un grupo. Tercero, en ese estado de éxtasis individual, divino y colectivo, conseguía una relación muy especial con lo primario, con lo más elemental o con lo terrenal. Dionisos encarnaba así la expresión de lo otro... Con él no había una categorización de las cosas del mundo, unas pasaban a ser otras... y lo contrario. En él se reunían lo masculino y lo femenino, lo joven y lo viejo, lo salvaje y lo civilizado, lo lejano y lo próximo, lo terrenal y lo celestial. El dios griego Dionisos iba más allá, anulaba las distancias que separaban a los seres humanos de los dioses, pero, también, las que separaban a los hombres de las bestias.

El milenarismo había sido una forma de expresión estética que, basada en la finalidad del tiempo conocido, llevaba a la consecución de un cataclismo inevitable que anunciaba, discriminadamente, una salvación poderosa para los elegidos. Sin embargo, nunca pasaría de ser una estética sagrada adornada con los efluvios imaginativos de una salvación muy anhelada. A finales del siglo pasado proliferaron las estéticas milenaristas en el cine, por ejemplo. Multitud de películas pronosticaban, en sus ilusas fantasías estéticas, la transformación o la catástrofe. Pero nada, todo era una compulsiva industria destinada a conseguir los mayores beneficios con la ilusión de los hombres. El mundo a finales del siglo XX, a pesar de sus bandazos, había obtenido aquella bendición nietzscheana de equilibrio deseado entre un poder apolíneo, racional, bello, soñador y artístico, representado por el dios griego Apolo, y un poder dionisíaco, desenfrenado, oculto, irracional y pululante, expresado por el dios Dionisos. Las catástrofes eran localizadas y duraban poco, habían contribuido a reajustar las cosas y sus efectos no llevarían más que a una sustitución de un poder terrenal por otro. Pero, veinte años después de aquel fin de siglo, el mundo abordaría por primera vez en muchos siglos una realidad muy diferente. Ahora lo dionisíaco desequilibraría sutilmente la balanza existencial requerida. Ahora la realidad superaría cualquier posible imaginativa ficción cinematográfica. Ya no podrían servir éstas ni siquiera para exorcizar un prurito de descargo existencial, porque ya nada podría compararse. Dionisos volvía así, metafóricamente, a prevalecer ahora entre los desasosegados momentos de sublime tragedia. Y, como entonces, la máscara formaría una parte expresiva del culto adornado en el mito dramático. Así también surgiría la tragedia ática en el siglo V antes de Cristo, aquella forma estética que llevaría a los griegos a exorcizar el mundo y sus miserias. El comienzo de la tragedia tuvo además una gran relación con la política populista de los tiranos, algo que favoreció el culto a Dionisos. ¿No es todo eso una aproximación más que simbólica a la realidad infame de lo que hoy vivimos asombrados?

En el año 1635 el pintor holandés Paulus Bor (1601-1669) compuso su obra barroca Baco. En su juventud viajaría el pintor a Roma y allí cofundaría un grupo de artistas nórdicos, denominado Bentvueghels, una asociación de pintores que agrupaban a los no aceptados en la prestigiosa Academia romana de San Lucas. El grupo era conocido por sus rituales de iniciación báquica, unas celebraciones  paganas que duraban hasta veinticuatro horas y concluían con una marcha a la iglesia mausoleo de santa Constanza. Ahí hacían ellos libaciones a Baco (Dionisos) ante el sarcófago de pórfido de Constanza (ahora en los museos Vaticanos). ¿Qué haría a unos pintores barrocos llevar a cabo libaciones paganas en la tumba de una santa cristiana? Constanza fue la hija del emperador Constantino el grande. Su padre había hecho del Cristianismo una religión aceptada por el imperio romano. En Roma el emperador mandaría construir un mausoleo para su hija. En la alta edad media Constanza sería santificada, aunque nunca por motivos reales o históricos, ya que ella había sido todo lo contrario, una mujer pérfida, malvada, sangrienta y vengativa. Ese contraste, tal vez, tuvo que ver con la peregrinación  pagana de aquellos pintores marginados hacia su tumba. La realidad es que el pintor Bor regresaría a su país años después dedicándose, con más ahínco, a una pintura tenebrista que en exceso clásica. En su obra Baco reflejaría los rasgos absolutamente misteriosos que el dios grecolatino representaba en el mito. Ahí están la meditación abrupta, la desconfianza placentera, la desidia, o la satisfacción inconsciente. Con el mito griego los pintores habían realizado extraordinarias obras de Arte clásico. Tiziano lo había compuesto, en una maravillosa exaltación estética, como el salvador más primoroso ante las vicisitudes desoladoras del mundo (El triunfo de Baco o Baco y Ariadna, National Gallery, Londres). Otros pintores lo compusieron como el genio alegre y desenfadado de las orgías naturalistas de lo más desenfrenado. Pero Paulus Bor lo pinta ahora solo, sin alardes especiales, sin sonrisas, sin desmanes, sin espasmos, sin poderosas confabulaciones dionisíacas o extravagantes. Así, con el gesto tan oculto como su filosofía, el dios provocador de muerte, de vaciamiento, de escándalo morboso por la vida, reflexionaría aturdido ante la escabrosidad humana de una explicación tan simple. ¿Cómo no habrían comprendido los seres humanos que la verdad no está solo en lo que miran? La luz, la poderosa luz apolínea, entorpecería la nitidez de lo verdadero. Solo la luz no hace resplandecer toda la realidad del mundo. Esta está oculta bajo el poder de lo imposible... Necesitamos la luz para no verla, tanto como necesitamos la oscuridad para vislumbrar la verdad de lo que no es. Con su claroscuro barroco el pintor holandés fuerza aún más la desolada figura de su personaje. Con ello resplandece la fuerza de lo que el Arte, a veces, consigue: hacernos mirar más allá de lo que vemos. Tal vez sea este el mejor alarde estético que podamos conseguir para evitar, así, que la realidad no acabe trastornando para siempre nuestra ilusión más poderosa.

(Óleo barroco Baco, 1635, del pintor holandés Paulus Bor, Museo Nacional de Poznan, Polonia.)


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