Un vago recuerdo (esto no es un cuento triste, aunque lo parezca)

Por Siempreenmedio @Siempreblog

No sé qué habrá sido de Luci, la chica que tenía la risa tan escandalosa como la de Loreto Valverde. El caso es que desde hace tiempo se me borró de la memoria su rostro adolescente y únicamente conservo el eco de su carcajada estridente y abundante que se disparaba en cualquier momento, en cualquier lugar y por cualquier cosa.

Tampoco sé que fue de la hermana de Amelio, que no es que no supiera bailar, sino que la pobre se cansaba muy pronto o, al menos, era así como justificaba el resto de la pandilla la especie de espasmos que le daban en pleno fervor discotequero.

Ni tan siquiera conozco que le deparó el destino al niño aquel que decía que dibujaba las mejores réplicas de Mazinger Z, pero que para mi gusto siempre le dejaba las piernas flacas y, además, no sé si por rubor o por pura incompetencia, nunca se atrevió a retratar a Afrodita A y sus explosivos pechos.

¿Qué ocurrió con Fifo? Me pregunto a veces. El hijo de doña Elba, que nos vendía baterías de cocina y singulares aparatos como el Lady Vap o el Hidrozono, un revolucionario artilugio para la década de los 80 con el que se podía generar ozono a escala doméstica y que, según el manual de instrucciones, contenía múltiples propiedades higiénicas y depurativas.

No me acuerdo en qué instante se desvaneció de mis referentes cotidianos Adeni, cuyo nombre, según me contaron cuando era chico (el más chico de todos), procedía de la fusión de los nombres de su madre (Adela) y su padre (Nicolás); una bonita historia de la que, sin embargo, ahora empiezo a dudar de su veracidad.

Desconozco qué fue del señor al que todos llamaban por su apellido y que los domingos ventosos nos hacía cometas de papel celofán que rara vez volaban o del cónsul don Jesús E. Márquez Moreno (del que nunca supimos el significado de la E) y sus interminables discursos, en justa liza por su extensión con los de Fidel o del eterno vicepresidente, don Manuel Espuela, y su carismático bigote de mariachi.

En qué recóndito cuadrante se le ocurrió a mi cerebro colocar el recuerdo de don Tarsicio con sus gafas de culo de botella y su malhumor de postureo que, en realidad escondía un corazón de miga de pan, dónde diantres puso todos los datos que llegué a acumular sobre Nono, el primer amor de mi hermana y al que yo tenía como referente de chico mayor, o de su hermana pequeña Mary, con su resplandeciente melena oxigenada, de la que yo creí que, por reciprocidad, algún día debería convertirse en mi novia.

Qué fue de Alfredo, aquel profesor risueño de finales de los 70 que fue el primero que nos pidió que no le tratáramos de Don; de Fermín, el vecino serio y comedido al que solo se le escapaba un gesto feliz cuando mostraba su colección de monedas antiguas; de la mujer que siempre llevaba un turbante; el mecánico que en lugar de restos de grasa tenía las manos llenas de manchas de melancolía; de la chica enferma de bocio; de la que vestía como Laura Ingalls de la Casa de la Pradera; de Fernandito, el que iba para campeón de tenis mundial, pero se quedó en niño promesa; de Aurora, la chica con fama de díscola que me cuidaba en la parada de guagua cuando esperaba la llegada del micro del colegio; del Parris, que siempre iba perfumado cuando los hombres apenas se lavaban la cara o de Orlando el del guante y su icónica toalla roja que usaba para despistar al rival.

Por nuestra vida va pasando gente que, durante un tiempo indeterminado, es importante para nosotros y que, de repente, se esfuman para siempre dejando apenas un leve rastro de su existencia en nuestra memoria que suele permanecer oculto hasta que, un día como el de hoy, emergen de nuevo sin saber por qué.

Yo mismo, que para muchos soy el hijo de Charly, el padre de Marta y de Daniel, el prometedor aprendiz de poeta que ahora solo saca fotos a los amaneceres, las nubes y las farolas o el tonto que ve cortinas de humo por todas partes, seré también un vago recuerdo para viejos amigos, antiguos vecinos y excompañeros de clase o de trabajo; una laguna o un borrón en la secuencia temporal de su cerebro que, tal vez, un día (no necesariamente triste) reaparezca de manera repentina y fugaz para recordarles que una vez transité por sus vidas y ellos por la mía.

Imagen: José R. Hernández