Texto participante en
la convocatoria
Para un buen número de ciudadanos, es tiempo de traslados. Unos se marchan a la playa, otros a la montaña, otros a la casa del pueblo, otros al extranjero... Cada hijo de vecino busca evadirse del escenario que acoge su osamenta de costumbre. Porque a nadie le apetece permanecer en el mismo lugar, contemplar las mismas paredes, relacionarse con las mismas personas, tomarse algunos tintos en los mismos garitos o abandonar los pasos por los mismos jardines acostumbrados.
En mi barrio, rigen normas propias. Se veranea en la piscina pública mientras el sol alumbra y, por la noche, se colonizan los bancos de las plazas tras haberse metido una buena cena de las de atranque, de esas que implican un buen chusco relleno de una lata de sardinas o de tortilla de patatas, aderezado todo con olivas y un buen tercio de cerveza, que para eso es verano y se está de vacaciones. A la luz de las farolas, se organizan tertulias de
lo más entretenido y, de vez en cuando, alguno se marca una chulería coreada por todos, como convidar a una botella de paloma o compartir unos cacahuetes rancios. La generosidad suele ser excéntrica entre los pobres y su viso se cacarea a los cuatro vientos.
En mi caso, como caigo en el grupo más modesto, el que conserva valores pero ningún euro extra para permitirse piscinas y otras frivolidades semejantes, ideé un veraneo que estuvo muy bien mientras duró: me trasladé a la orilla del río, a un lugar bien poblado de árboles, con lo que tenía asegurada la sombra durante el día. Poco necesitaba en esas vacaciones, pues con un par de bañadores, y otro par de camisetas me apañé el equipaje. La comida la hacía en frío, como pide la estación del año, con alguna que otra fruta o un tomate, que no conviene abusar con los calores. El hotel era barato y fresco: un lecho amplio vigilado por las estrellas. Y el baño gozaba de agua corriente en cantidad, que el río es caudaloso y daba hasta hidromasajes. Un veraneo de película, vamos.
Todo resultó apetecible hasta que aparecieron dos municipales y me metieron el miedo en la sesera. Conminado a pagar las oportunas tasas al Ayuntamiento, que esta gente de las Administraciones necesita este mundo y el de al lado para sustentar su nutrido aparato de chupópteros, tuve que abandonar mi idílico paraje y meterme en la bañera de mi casa día y noche. ¡Para que luego digan que los espacios públicos son de todos!
Texto: Isabel Martínez Barquero