El fracaso del Sistema Monetario Europeo nos hace pensar en el tipo de relación que guarda el poder político nacional con el dinero líquido internacional. Quisiera saber si el régimen de partidos fomenta la liquidez exterior del sistema económico, o si la colocación del dinero fuera de los canales financieros de la producción sólo responde a desconfianza en la capacidad de los Estados para mantener estables el gravamen fiscal y el valor de sus monedas. El hecho es que nunca se había producido, como ahora, tal acumulación dineraria en busca de agio monetario. Los Bancos emisores, al comprar o vender sus monedas por un orgullo político, han dado alas a las expectativas de especulación y han desnaturalizado la función del mercado cambiario. Las boberías en materia política, equivalentes a bribonerías en la esfera moral, pueden llegar a ser delictivas. ¿Acaso no es un delito tipificado toda práctica dirigida a alterar el precio de las cosas en el mercado o a coaccionar la voluntad del Estado?
El movimiento especulativo nunca había llegado a condicionar la política exterior de los Estados, porque nunca los Estados se habían comprometido a mantener la paridad artificial de sus monedas, como condición suspensiva de sus objetivos políticos. Es la propia existencia del Sistema Monetario Europeo, y no la hostilidad financiera a la unidad de Europa, la que ha convocado a especular a todos los capitales del mundo en libertad de circulación. La razón es obvia. Si, para evitar el agio, no se anuncia la devaluación oficial de una moneda, no se puede pregonar un calendario de falsas paridades sin llamar a la especulación. La moneda única no debe ser etapa intermedia. 0 bien llega como producto del mercado, como breva de una higuera no obligada a madurar por decreto cuando no es tiempo de higos, o bien se crea por decisión política de los Estados europeos como aldabonazo a la puerta del Estado federal. Hace mucho tiempo anticipé, en conferencia sobre el futuro de Maastricht, lo que hoy está sucediendo. Bajo el título «Mercado versus Estado», presenté el tema como un combate entre «Poderoso Don Dinero» y «Doña Clase Política». Y lo terminé, invocando a Felipe el Bello contra «esta cofradía de templarios que consagra una economía financiera, con subempleo subvencionado, mediante altos intereses para la Banca, autonomía para los Bancos centrales y prohibición constitucional del déficit presupuestario para el Estado».
La derrota del irrealismo de la «realpolítica» de los Estados, a manos del realismo de la «realeconomía» de los mercados, añade al fracaso el acíbar de la estúpida ironía. Haber inmolado un tesoro de reservas en aras de un Sistema cuya muerte estaba anunciada.
Llama la atención y no es la frivolidad la de esos aprendices de brujo, incapaces de controlar los mecanismos de especulación que ellos mismos han desencadenado, sino el paralelismo que se dibuja entre la crisis del Estado de partidos y la del Sistema Monetario Europeo, junto a la clara identidad de sus efectos: devaluación de poderes políticos sin autoridad moral y de monedas sin respaldo de las economías que simbolizan. El dinero y el poder, como todo lo que se parece por naturaleza, tienden a unirse en el gozo y en la pena de las mismas cosas. El desplome del mundo comunista, la reunificación alemana y la descomposición del régimen italiano afectaron de igual manera degenerativa al régimen de partidos en el Estado y al Sistema Monetario Europeo. Tanta coincidencia no puede ser fruto de los caprichos del azar. Parece, más bien, un claro indicio de la indeclinable subordinación del poder estatal al poder del dinero líquido. Este poder corrompe a los hombres de gobierno -sin pagar las comisiones que debe tributar el capital industrial- con el prestigio que atribuyen las economías deprimidas a las ideas de las instituciones representativas de la liquidez. Las opiniones interesadas de banqueros y demás agentes monetarios, compartidas por los gobernadores de los Bancos emisores, se convierten, a su paso por el alma esclava de economistas a sueldo, en los dogmas de la ortodoxia monetarista que otorga al capital financiero el dominio y los beneficios de la depresión empresarial.
AGT