Dicho germen, denominado coronavirus COVID-19, pertenece a una familia amplia de virus, entre los que hay que causan enfermedad en los humanos, y otros en los animales. Al parecer, el patógeno que está propagándose por el mundo se originó en los murciélagos, sin que se sepa todavía cómo saltó a las personas, si bien directamente o a través de otro animal intermedio que hizo de huésped. Sea como fuese, lo cierto es que desde que surgió el primer brote en Wuhan, China, país donde ha contagiado cerca de 80.000 personas y provocado la muerte de más de 2.700 de ellas, en su mayoría personas de edad avanzada y con otras patologías previas, el virus se ha extendido con inusitada rapidez a más de 78 países, como Corea del Sur, Japón, Irán, Italia, EE UU, Argelia, México y España, por citar algunos de ellos. El número de fallecidos en todo el mundo supera ya las 3.200 personas. No se trata, por tanto, de una infección benigna ni localizada, sino de una enfermedad importante y, por ahora, descontrolada.
Combatir su propagación es complicado, pero imprescindible. Ello implica el control de movimientos de las personas desde las zonas afectadas a las que están libres de contagio. Y de hacer guardar cuarentena a los pacientes diagnosticados con la infección y portadores del virus. Por sentido común, es recomendable evitar las concentraciones multitudinarias en estadios, festivales, congresos y otros eventos de esta naturaleza. Pero, sobre todo, lleva a todo el mundo a retomar los hábitos de higiene básicos que pudieran haberse relajado con la rutina y la confianza, como es lavarse siempre las manos, no compartir utensilios de comida ni vasos, no toser al aire ni taparse la boca con las manos, sino sobre un pañuelo o el antebrazo y evitar estar expuestos a ambientes cerrados sin ventilación. Y al menor síntoma, no correr a los hospitales o las urgencias, sino avisar a los servicios de emergencia para que indiquen el procedimiento a seguir. El simple confinamiento en el propio domicilio es, en la mayoría de los casos, suficiente para guardar cuarentena y atajar la propagación de la enfermedad. Con estas y otras medidas similares, se combate lo más preocupante de este virus, cual es su facilidad de contagio.
Sin embargo, no hay que banalizar la enfermedad ni tampoco percibirla como la peste del Siglo XXI. Cada pocos años se detectan nuevos gérmenes patógenos que nos obligan a buscar remedios para contenerlos, cuando no vencerlos. El COVID-19 puede que acabe como otro virus más que nos acecha durante el invierno, causándonos una especie de gripe distinta. En esta ocasión, aparte del daño a la salud, su rápida propagación está originando un importante deterioro de la actividad económica y del comercio, debido al cierre de industrias, el aislamiento de personas y el control de movimientos. Ya existen problemas de abastecimientos en piezas de automóviles, teléfonos, aviones y demás artículos que se fabrican por separado en todo el mundo. Y una caída de la actividad económica en determinados sectores productivos, como el turismo, la hostelería, la restauración, etc., lo que, de continuar, podría abocar a una recesión económica de inimaginables consecuencias para el empleo y la riqueza en muchos países.