Una adaptación modélica

Publicado el 07 julio 2016 por Josep2010


Ya forma parte de la Historia del Cine que a mediados del pasado siglo, años cuarenta y pico, hubo en Hollywood una revolución de algunos artistas hartos del draconiano sistema de los estudios cinematográficos que coartaban la libertad artística tanto de los directores como de los intérpretes y sujetando a guionistas y demás colaboradores mediante contratos férreos.

Olivia de Havilland, que acaba de ser centenaria, puede ser recordada por haber conseguido para sí y para sus compañeros el reconocimiento legal (basado en una ley anti esclavitud caída en desuso pero no derogada) de la posibilidad de dar por extinguido un contrato con un estudio al término de siete años reales y no contados en días de rodaje, como solían hacer los avispados industriales del cine: no le salió gratis, porque entre 1943 y 1946 no pudo trabajar, inmersa en un pleito que ganó, para sí y para la posteridad.
En aquella época, también algunos directores aprovechaban la extinción de sus contratos para declararse libres e independientes y constituirse en sociedades productoras: Frank Capra, William Wyler y George Stevens fundaron Liberty Films sólo para darse cuenta que sus buenas ideas seguían necesitando un dinero que no alcanzaban a encontrar. Siendo como eran muy buenos en su trabajo, no tardó la Paramount en ofrecer la adquisición de Liberty Films, más que nada porque los tres directores se habían comprometido consigo mismos al formar la productora a dirigir tres películas a su gusto en un plazo que finalizaba cinco años más tarde, en 1951.
Olivia de Havilland tuvo una recompensa inmediata porque obtuvo el primero de sus premios Oscar a la mejor intérprete precisamente por la película que rodó en 1946, To Each His Own (Vida íntima de Julia Norris).
A finales de 1947 William Wyler empezaba a estar harto de los problemas que encontraba para poder cumplir con su parte del trato en Paramount, ya que algunos proyectos acababan en abandonos por razones que le parecían incomprensibles, cuando recibió un telefonazo de Olivia de Havilland, hablándole de una comedia dramática que había visto en Nueva York, The Heiress, escrita por los hermanos Ruth y Augustus Goetz, basándose en una novela corta de Henry James titulada Washington Square.
La pieza, estrenada el 29 de septiembre de 1947, alcanzó 410 representaciones, cerrando telón el 18 de septiembre de 1948. En su estreno actuaba la enorme Wendy Hiller como Catherine Sloper, Basil Rathbone como su padre Dr. Austin Sloper y Peter Cookson como el pretendiente Morris Townsend. Cuando la pieza se estrenó en Londres, se ocuparon de ella la misma Wendy Hiller alternando con Peggy Ashcroft, John Gielgud como pretendiente y Ralph Richardson como el padre, Dr. Sloper.
En España se publicó la obra en la colección Teatro de la famosa e inolvidable Ediciones Alfil en su número 13, incluyendo nota de su estreno en el teatro María Guerrero de Madrid, el 1 de junio de 1951, siendo los protagónicos Elvira Noriega (como Ellen Sloper, cambio de nombre de la protagonista), Enrique Diosdado como su padre Dr. Agustín Sloper, un joven Adolfo Marsillach como el pretendiente Morris Townsend y Amelia de la Torre como la tía Lavínia. Primeros espadas, a las órdenes del gran Luis Escobar.
Este Libreto forma parte de mi bagaje como lector porque estaba en aquellas estanterías cuyos libros "no son para críos como tú" y que lógicamente, pintada la ocasión en soledad, eran objeto de lectura ávida: de ahí me viene, barrunto, mi afición por leer teatro: de tenerlo a mano y semi vedado el acceso; quizás ahora deberían prohibirse ciertos autores y obras, a ver si....
Recordaba pues haberla leído, como recordaba haber visto la película; un repasito no venía mal y releída, compruebo que la edición Alfil es más que una traducción fidedigna una adaptación influenciada por la época española y que probablemente me quedaré con las ganas de leerla mejor traducida, porque no parece haber otra y el ejemplar que yo tengo ahora a mi lado ya se ha convertido en una rareza. La riqueza literaria de los diálogos no es digna de elogio y uno supone que en el original serán más cuidados; no obstante, permanece la fuerza psicológica de los personajes y la concisión del planteamiento: 77 cuartillas que enganchan y se leen del tirón: el lector acostumbrado a este tipo de literatura, aún sin haber visto la película, se huele que la pieza bien merecería un reestreno.
Naturalmente William Wyler, que ya había obtenido satisfacciones al llevar buenas piezas teatrales al cine, agarró el primer avión y se plantó en el Biltmore Theatre para comprobar que la trama reunía cuatro personajes psicológicamente ricos: sin volver a California concertó una cita con los hermanos Goetz indagando de primera mano las relaciones con el texto de Henry James y los cambios de su autoría, avisándoles que iban a recibir una oferta de la Paramount: efectivamente, tras un poco de regateo la Paramount les ofreció la nada desdeñable suma de 250.000 dólares más 10.000 dólares semanales por escribir el guión literario de la película que iba a llamarse, como la pieza teatral, The Heiress (La heredera)
Wyler no tenía ninguna duda respecto a la idoneidad de Olivia de Havilland para desempeñar la interpretación de Catherine Sloper: se la debía por el buen aviso y era indicada para el papel.
Ya que Basil Rathbone se hallaba repitiendo en las tablas, Wyler tuvo la buena idea de llamar a Ralph Richardson, con agenda libre y ganas de estrenarse en el cine estadounidense, que aceptó encantado ocuparse del Dr. Austin Sloper. Richardson llegó mentalizado a las órdenes de Wyler, probablemente por alguna conversación con Laurence Olivier que hizo lo propio años antes en Cumbres Borrascosas; tan mentalizado llegó a las órdenes del llamado "99 tomas" que era capaz de hacer una entrada muda, quitándose sombrero y guantes ¡de doce maneras distintas! para que Wyler eligiera...
La elección de Miriam Hopkins para ocuparse de la tía Lavinia, la hermana viuda del Dr. Sloper que vive encantada en la mansión de Washington Square, encargada por su hermano -viudo también- de ayudar a su hija a desenvolverse mejor, fue casi que un acto reflejo para Wyler y una muestra de inteligencia de la enorme actriz al aceptar a sus 47 años un papel de "señora mayor". Claro que ella ya sabía cómo robar escenas. Sobradamente.
William Wyler pensó en el cartel publicitario ideal en el que aparecía junto a Olivia de Havilland el rostro de Errol Flynn y le pasó la sugerencia; Errol tuvo la sensatez de mirarse al espejo y observar que sus 40 años bien trabajados y curtidos por mil experiencias le alejaban de la figura de petimetre ambicioso que se requería para el personaje de Morris Townsend y declinó la oferta, que fue a parar al mucho más joven (29) Montgomery Clift que, una vez aderezado, maquillado y vestido convenientemente, sedujo en primer lugar a los autores teatrales, los hermanos Goetz.
El único problema de Clift era, aparte de los vicios propios del Actors Studio, su enorme inseguridad: le rogó a Wyler que si tenía que gritarle lo hiciese en privado; estaba literalmente acongojado por la enorme calidad de Richardson, que no se equivocaba nunca; odiaba el método de trabajo de Olivia, que se aprendía los diálogos la noche anterior y esperaba que Wyler le diese instrucciones sobre qué hacer y encima sentía unos celos profundos de la Hopkins porque, decía no sin razón, se dedicaba a robar las escenas que podía.
Con estos antecedentes, el amigo Wyler -que ejercía como productor y director- tocó a rebato: Edit Head se ocuparía del vestuario y Wally Westmore de los maquillajes: ambos aspectos importantísimos en los planes de Wyler, tanto como el trabajo a desarrollar por Leo Tover como director de la fotografía y Harry Horner como responsable de todo el aspecto físico de escenarios y atrezzo, en una producción en la que no se escatimaron gastos pues Wyler consiguió recrear en estudio perfectamente no sólo la calle sino también la casa donde se desarrolla casi toda la trama, con una solidez y un realismo notables.
Contar con la ayuda de William Hornbeck a la hora del montaje y el apoyo de la excelente música compuesta por Aaron Copland -que además ejerce como director de la orquesta- son ventajas, hay que reconocerlo, de trabajar con el respaldo de la Paramount. Al César lo que es del César.
Los hermanos Goetz, pipiolos ellos, se creyeron que el guión literario iba a marcar el desarrollo de la película: olvidaron que 99-take Willie escribía el guión cinematográfico y que, además, mandaba: mandaba mucho, además. Como debe ser.
Esperar que en este siglo XXI cualquiera haya visto La heredera (leerla ya es más difícil) es, me temo, prueba de exceso de confianza, así que hay que advertir que forzosamente en estas notas se hallarán chivatazos respecto a la trama: la historia sucede en el año 1850 en un entorno privilegiado centrado en la casa del Dr. Sloper, viudo, que vive con una hija de edad casadera (28, según la obra de teatro) y una hermana viuda también, a la que invita a quedarse de forma indefinida con el objetivo de ayudar a la hija, Catherine, a desenvolverse en sociedad como es apropiado a una damisela de su calidad, no en vano dispone de una renta anual de 10.000 dólares, herencia de su madre, y se calcula que percibirá 20.000 dólares más anuales al fallecer su padre: es decir, una rica heredera.
La joven conocerá en la fiesta de compromiso de una prima suya a un joven petimetre, Morris Townsend, casi que recién llegado de un viaje de placer por Europa donde se ha fundido una herencia recibida y el amor aparecerá en su vida con el beneplácito de su tía Lavinia Penniman y la desconfianza de su padre el Dr. Sloper, que entiende que Morris es poco más que un caza fortunas.
Ya en la obra teatral las relaciones entre los cuatro personajes principales están muy bien construidas; en manos de Wyler, el texto se somete a la fuerza visual que lo enriquece con multitud de detalles dirigidos a explicar la evolución de esas personas que vemos respirar en pantalla: nada más empezar, Catherine baja a la puerta trasera para comprar un pescado a un pescadero ambulante y gira la cabeza cuando aquel ejecuta la acción de descabezarlo a su petición; cuando le dice a su padre que ha comprado el pescado que a él le gusta, el Dr. Sloper le agradece el cuidado pero le indica que debe pedir al pescadero que le suba él mismo el pescado hasta la mansión, sin que ella deba descender a la calle. Ella asiente dulcemente, sometida a su padre.
Wyler añade y quita a placer, modificando tanto la obra teatral inicial como el propio guión literario, consciente como es obvio de lo que resulta más apropiado para la pantalla. Emplaza la cámara bastante baja en muchas escenas de interior dando por consiguiente mucho aire por arriba obteniendo la sensación que, efectivamente, es una gran mansión: nada de planos americanos a la altura de los ojos para ahorrar paredes y focos demasiado altos; llena la casa de espejos y ventanas interiores y los usa a conciencia para significar apariciones inesperadas, movimientos huidizos, incertezas propias, inseguridades.
En esta ocasión Wyler no tuvo que inventar excusa alguna para presentar su totémica escalera -presente en casi todas sus películas- porque ya aparece en la obra teatral, pero la magnifica al constituirse en eje de una mansión de tres plantas: Leo Tover hace maravillas y equilibrios con las cámaras para filmar esa escalera en la que, por si fuera poco, también hay espejos.
A tener en cuenta la función de las puertas: macizas, de verdad; la de acceso a la mansión y las que aíslan el salón, correderas; puertas que se abren y cierran sonoramente dando a entender estados de ánimo: cuando el Dr. Sloper abre la corredera del salón para ir al encuentro de Morris y la cierra a su espalda sin dejar de mirarlo la sensación del gato que va a comerse al pajarito es palpable: las elegantes formas gestuales y vocales del Dr. Sloper (fabuloso Richardson) recuerdan los amaneramientos victorianos y el petimetre Morris (que bien aprovecha de Monty su inseguridad Wyler) intenta mantenerse erguido pero va entendiendo que el padre es un hueso duro de roer y no ve el momento de largarse.
Ya sabemos que Wyler no era el preferido de muchos intérpretes y sabemos también que, a pesar de ello, muchos le deben sus galardones particulares: él se sirve de ellos para sus propios fines y no le importa repetir una escena cien veces hasta conseguir lo pretendido. Olivia de Havilland puede dar fe que su segundo premio Oscar se lo ganó trabajando duramente a las órdenes de aquel tirano que ella misma escogió cuando acabó de ver la pieza teatral: podía haber llamado a otro, pero escogió a 99-take Willie porque sabía que la iba a llevar al podio.
Eso sí: Olivia estaba tan harta de subir la escalera con cara triste que acabó por decir alguna imprecación mientras le lanzaba a Wyler la maleta que llevaba en la mano: Wyler, observando que la maleta estaba vacía, inmediatamente ordenó que la llenaran con piedras y se dispuso a repetir la escena: ahora sí parece que Catherine acarrea su vida en un figurado ascenso al cadalso y su rostro demudado evidencia el sufrimiento y el esfuerzo resignado ante el abandono de su amado.

Se asegura que Wyler apenas daba instrucciones a los intérpretes y que su truco consistía en agotarles hasta que se olvidaban de pensar en las técnicas aprendidas; no voy a discutirlo pero me parece el aserto tan falso como el que asegura que Wyler no es un autor cinematográfico; basta observar la gestualidad expresiva de la pareja principal, el taimado petimetre y la ingenua enamorada: Morris, avezado proxémico, desde el primer momento invade el círculo personal, ese espacio íntimo de Catherine que sin atreverse a rechazarlo sí trata de mantenerlo inclinándose hacia atrás; cuando ella acaba cediendo, seducida, mantiene la verticalidad y se abandona, feliz, dejando que él la abrace y la sostenga: el repentino, ostensible, cambio producido en la expresión de ella y el inicio de unos besos tímidos en las mejillas de él, filmados muy bien por Wyler en una escena bastante larga, son el primer indicio que el aficionado tiene de que ahí huele a Oscar.
Wyler aprovecha al máximo las cualidades de Monty recreando a ése Morris Townsend con una ambigüedad e indefinición tal que a buena parte de la audiencia -que no había visto la obra teatral- le sorprendió y desagradó la conclusión, muy contraria al obligado final feliz de tantas producciones.
Pero es que la idea de Wyler no era simplemente filmar la obra de teatro: él pretendía ofrecer el desarrollo íntimo de una mujer que empieza apartando la vista por no ver decapitar un pez muerto y acaba cerrando ventanas, cortinas, puertas y luces mientras, esplendorosa, asciende a sus dominios de soledad. Y lo consigue, vaya: con la ayuda de Edith Head con el vestuario y de Wally Westmore cuidando el maquillaje, empezando con tonos grises y oscuros y acabando por luminosidades correctas y un pelín almibaradas.
Entretanto, la evolución de Catherine, ya forjada en el libreto original y reforzada en detalles visuales -como el poner sus manos encima de los guantes de cabritilla ¿olvidados? por Morris- es imparable, sujeta a los acontecimientos que va sufriendo, endureciéndose cada día más, hasta llegar a suponer que el sincero elogio de la doncella María al verla con un etéreo vestido es hipócrita en busca de permiso para salir a buscar aire fresco en un agosto caluroso. Catherine da pena en todo momento, pero no lástima, porque acaba convertida en un pedernal, dispuesta a soltar chispas con el más nimio roce.

Wyler exprime la esencia obtenida en la pieza teatral de los hermanos Goetz y sin necesidad de otorgarle más espacios externos que los necesarios (inolvidable el travelling abajo y el plano sostenido cuando fallece el Dr. Sloper usando la lejanía física como símil de la lejanía anímica) consigue que nos olvidemos de un origen teatral y veamos una película majestuosa en todos los sentidos, sobresaliente, llena de intenciones y simbolismos, rica en detalles que jamás están ahí por casualidad porque su creador ha tenido mucho cuidado en meditarlos. Y lo hace cuidando el ritmo y el metraje, sin que nada sobre ni falte.
Una obra teatral imperecedera (su última revisión en Broadway es de la temporada 2012-2013 con Jessica Chastain, Dan Stevens y David Strathairn) que facilitó una película absolutamente indispensable en la colección de todo cinéfilo amante de los buenos textos y las buenas adaptaciones a la pantalla de los mismos.
Una película que podría perfectamente erigirse en asignatura optativa (creo que ahora las denominan créditos) de cualquier docencia encaminada a mostrar cómo el lenguaje visual alcanza la categoría de arte eterno. Para estar hablando de ella durante horas. Una obra maestra digna de un maestro.
p.d.: Este bloc de notas se inició tal día como hoy en 2007. Gracias a todos.