Una ampolla.

Por Negrevernis
Me acordaba de mi amiga Laura, cuando viví con ella. Cuando preparaba ella la comida se preparaba como para entrar en lucha con la sartén y se me parecía a mí hidalgo con lanza en astillero y adarga antigua, pues se envolvía mano y muñeca izquierdas con un trapo, mientras con la derecha levantaba la tapa de la sartén para remover lo que allí salpicara o humeara en aceite caliente. Siempre me decía: Negre, que no quiero quemarme.
Me acordaba de mi amiga Laura ayer cuando en buena lid me enfrentaba con la sartén y media docena de chisporroteantes muslos de pollo, tostaditos casi y presumiblemente crujientes, ajo, perejil, punto de sal y salsa de tomate casi lista en el fuego superior. Mamáaaa, gritaba Niña Pequeña desde el salón, ¿cuándo comemos?, a falta de media hora calculada para calmar estómagos. La tendencia del aceite caliente, tal vez cansado ya de trajinar con el muslo enharinado, fue escupir, salpicar, arremeter, agredir a la epidermis de uno de mis dedos, poco acostumbrados a la cocina y sus labores -de Él. Sabía yo del uso natural de cataplasmas de zanahoria, aceite de lavanda, del árbol del té, de aloe vera, de pasta de harina de maíz y miel, hielo puro y duro, para evitar la infección y el dolor de la ampolla que, presumiblemente, acabaría por elevarse en el dorso de mi dedo anular derecho... Agua fría del grifo y Niña Pequeña, no pasa nada, ¿ves como no hay que estar por la cocina?, preocupada ella por la ¿una pupa, mamá?, incipiente.