Norelys Morales Aguilera.- Juegan. Eso lo hacen. Aquello lo tocan. Mataperrean. Suben a los tejados y piden una pelota. Los padres llaman para el baño y la tarea. La comida. Refunfuñan. Y, más cuando es la hora de dormir, si antes no cayeron muertos de sueño. Joden . Están saludables: van a la escuela. Hacen deporte. Asisten a un círculo de interés. Tienen derecho a estar gratis un teatro o un aula. Eligen o son elegidos. No se fijan en los colores de su piel. Cantan o ríen. Por la risa de un niño, todo. Se sienten reír a estos niños. Y una no sabe si porque crío hijos o por qué motivo se los lleva en el corazón a todas partes.
Cuento de un día en que eso para mí se hizo más cierto: también llevaba como cualquier hijo de vecino los niños de Cuba en mi pecho. Fue hace un año cuando estuve en el estado de Rio Grande do Sul en Brasil. Habíamos concluido un evento bloguero exitoso y fuimos a una plaza como bien hacen en Porto Alegre. Caminábamos entre el gentío. Escuché una música que llamó mi atención.
Tal vez era la sonoridad que aquí en la Isla, una inexperta, diría de "un son a contramano". Con maracas, guitarras y niños cantando como solo ellos saben hacerlo: como ángeles o dioses. Sin darme cuenta estaba frente a ellos. Era la primera vez que conocía a una persona de la etnia guaraní.
Yo no sabía si me estaban hablando un portugués que no entendía, pero no, hablaban en guaraní, igual a sus cantos. No podían leer ni escribir, ni tenían escuelas en su lengua ni médico para sus males. Sobre una manta, unas artesanías, collares de semillas, pequeñas vasijas de barro. Cantaban para atraer compradores. No podía creerlo.
Llevaba los niños cantores guaraníes ahora también en mi pecho. Me volví para dejar correr mis lágrimas. Solo por el simple y grande hecho, de que los niños de Cuba, que llevo dentro, cantan por cantar, como se debe: no tienen que cantar para buscar su comida.