Una anécdota personal con el maestro de traductores Peter Newmark

Publicado el 25 mayo 2011 por Mora Fandos @Morafandos

Curso 1993-1994. Me encontraba de lector de español en la Universidad de Gales, en Cardiff, mientras comenzaba la tesis sobre teoría y práctica de la traducción poética. 
No me lo podía creer, estaba desolado: prácticamente toda la bibliografía última sobre mi tema estaba atravesada de postestructuralismo y deconstrucción.
Decían que lo importante era la teoría: demostrar a través de la teoría de la traducción que no había ningún buen sentido al que acogerse, todo era relativo; y por lo tanto, la traducción bien (mal) mirada, era imposible; finalmente, un ejercicio de poder y arbitrariedad incontrastable. Lo único que se podía hacer era buscar el fondo oculto del texto -tanto del texto original como de la traducción- para revelar intenciones políticas y sexuales no declaradas (me parece legítimo que alguien quiera indagar eso, pero la literatura y la traducción literaria es más, mucho más que eso). 
Nada de belleza, de valores estéticos, de estilo... eso era demasiado subjetivo, como algo que puedes disfrutar en tu casa, pero que ni se te ocurra sacarlo a lo público, al mundo de la investigación... Yo no buscaba ni relativismo, ni racionalismo. Sólo alguien que hablara de lo razonable, que suele ser el camino en las humanidades, para no perder lo humano.
Entonces me encontré un librito, que más bien parecía una bomba atómica en medio de todo aquello. Paragraphs on Translation, escrito por Peter Newmark, traductor y profesor de traductores. Un mihura que embestía contra el determinismo lingüístico, y contra los teóricos de la traducción que nunca han traducido nada. Le descubrí una frase que me puso en marcha: "El que no puede escribir, traduce, y el que no puede traducir, escribe teoría de la traducción". Habría que matizar un poco, pero básicamente Newmark estaba reivindicando la razonabilidad del trabajo del traductor. Y no es que fuera un cerril antisistema de la teoría: él mismo tenía una teoría de la traducción. Pero muy razonable. De hecho su manual, A Textbook of Translation, fue traducido a castellano y publicado por Cátedra.
Me puse en marcha: le escribí una carta para pedirle que me recibiera. No pasaron muchos días, contestó afirmativamente. Yo me había traído dos botellas de vino a Inglaterra. Una había pensado regalársela al jefe del Spanish Department, Charles Kelly, que se quedó encantado con aquel blanco crianza. Es un regalo muy valorado por un inglés, el alma de una Cheese & Wine Party. 
La de rosado seguía en mi habitación porque intuía que me haría falta para más tarde. Así que cuando Newmark respondió "yes, come", enseguida me acordé de la botella. La tomé, junto con mi tesina y el tren de Londres a Guildford, en el condado de Surrey. Era una tarde soleada. En Guilford estaba la University of Surrey -donde Newmark daba clase- y su propia casa.
Llegué a una típica casa inglesa con jardincito delantero, alineada con muchas otras similares a lo largo de la calle. Me recibió su hija, de la que solo recuerdo su simpatía. Y ahí estaba el gran profesor, de una edad indefinida, pero ya mayor. Era un hombre enérgico, al tiempo que atento. Un caballero, había luchado durante la II Guerra Mundial en Italia. Le confié mis dudas, y me orientó espléndidamente. Incluso se quedó con mi tesina escrita en inglés para revisarla y hacerme observaciones. Le entregué la botella de rosado, y de nuevo se produjo el mágico efecto. Además, iban unas palabras de Camilo José Cela en la etiqueta, así que  aquella tarde, allí, todo era literatura. Salí flotando.
Pasó algún tiempo y volví a verle. Pero, horror, me confundí con las calles, y estuve una hora perdido. Cuando por fin llegué, el profesor Newmark acababa de montar en su bicicleta y se iba a la universidad. Me echó un breve rapapolvo, con razón. Le había hecho esperar una hora, y ahora tenía que irse. Tierra, trágame. Me disculpé. Volví con una anécdota a Cardiff.
Finalmente concerté otra entrevista. Llegué puntual. Pese a lo que yo me temía, la conversación fue muy distendida, me entregó mi tesina con abundantes anotaciones, de fondo y forma: trazos vigorosos, y seguros, interrogaciones, subrayados: aquel hombre, políglota, que había estudiado en Cambridge, que daba cursos en cualquier parte del mundo, la había leído a conciencia, había entrado a matar, como solo lo saben hacer los verdaderos maestros. Finalmente me dijo que el vino lo reservaba para Navidad. Me emocioné. Volví con una gran alegría a Cardiff.
Luego, desde España, le felicité las Navidades varias veces. Siempre me contestó, con aquella letra grande y enérgica. No he vuelto a verlo desde entonces, supongo que debe estar ya muy mayor. Pero, sin duda, tan caballero como aquel que me encontré en Guildford aquel otoño. Un maestro, indeed!