Una botella de ron, I.

Por Ricardovidal @ahoraesmiturno
La tarde se presentaba muy clara y apacible en el mar; solo la presencia de un barco en la lejanía inquietaba a Pizarro. Trasladaba el mayor tesoro que un hombre podía guardar, y no dudaría en apostar su vida por conservarlo.No había transcurrido ni una hora cuando…

El bajel Paz Eterna, capitaneado por un temido pirata apodado el Tigre, a cuyo mando tenía cuarenta y nueve  salvajes bucaneros, se enfrentaba al San Andrés, galeón español con noventa y cuatro marineros, atemorizados ante la mera visión del enemigo.

El San Andrés trasladaba, protegida por doce recios y endurecidos soldados de los Tercios españoles, a la Princesa Patricia, hija del Rey, y joven algo caprichosa, aunque de una belleza sorprendente: el negro profundo y brillante de su larga melena, así como sus ojos orientales, fabricantes de una mirada limpia y deslumbrante, y una sonrisa que le obligaba a uno a deponer sus armas y rendir el alma a sus pies, enfatizaban tanto su nobleza como su hermosura.Siendo aún una niña tuvo Patricia uno de sus mayores caprichos: quiso un animal grande y salvaje, y consiguió de su padre, el Rey, un precioso cachorro de león al que puso por nombre San Pablo, y que se convirtió en su inseparable compañero y amigo. Así pues, San Pablo acompañaba a Patricia en su largo viaje a la isla La Española, a bordo del San Andrés.La travesía discurría calmada y tranquila entre las aguas atlánticas. Habían partido desde la graciosa y dicharachera Cádiz y durante el trayecto la princesa española cumpliría sus primeros dieciocho años.Y quiso Dios, o el Destino, que, precisamente el día de su aniversario, como un regalo enviado por el mismísimo Satanás, el San Andrés cruzara su suerte con el Paz Eterna.Los requiebros de ambas naves en la mar, como si bailaran violentamente entre ellas, al son de la estruendosa música de los cañones, el sonido producido por las caricias de los sables y los ayes y lamentos de los heridos, conformaban un sangriento y doloroso espectáculo.La acobardada marinería del galeón, aun siendo mayor en número, se veía doblegada fácilmente por la feroz brutalidad de los más experimentados corsarios. Viendo próxima su derrota, el capitán Pizarro, al frente de los españoles, desnudó su espada y, embravecido, arremetió fieramente contra el Tigre. La captura o muerte del capitán pirata era la única posibilidad de victoria española, y Pizarro, diestro espadachín, estaba dispuesto a jugar su baza.Esgrimiendo su acero, el español acometía impetuosamente al bucanero, que no podía evitar retroceder ante el valor y la fuerza del brioso Pizarro.El lance se desarrollaba sobre la cubierta del castillo de popa, pero pronto los continuos pasos atrás del Tigre lo condujeron hacia los camarotes.Sin cesar de trastabillar en su esforzada defensa el filibustero quedó helado al escuchar tras él un aterrador rugido. No podía imaginar qué sería aquello, pero no auguraba nada bueno.Se sintió atrapado: frente a él un español con la fuerza y destreza de un diablo; tras él, quizá el propio Diablo. Como un valiente recuperó el ánimo y gracias a su fortaleza y agilidad brincó hacia una puerta lateral, rompiéndola y encontrando al frente a una joven morena, de clara mirada y endemoniada belleza. Sucumbió; se olvidó del combate. No así el furioso Pizarro, que bañaba su espada en la ardiente sangre del pirata ante el grito espantado de Patricia.La sola visión momentánea del Tigre inclinó en su favor el corazón de la bella princesa. Así me contaron la historia de la derrota del Paz Eterna y el Tigre, cuyo cautiverio solo prometía madera y cuerda.