En esta crisis terrible, la clase media es la que más está sufriendo las nefastas consecuencias, devorada por una pléyade de depredadores, entre los ajustes y los embates del relativismo imperante; la sufrida clase media soporta el peso de la carga impositiva ante la escasa contribución de los más acaudalados; los impuestos deben ser justos y congruentes, sufragados equitativamente por todos los ciudadanos en función de sus haberes y utilizados debidamente por el Gobierno; es este el estamento que provee al Estado y propicia los servicios primarios, el bienestar individual y el progreso colectivo; de sus esfuerzos impositivos mana el caudal presupuestario, impulsor de la nación, que hoy se entumece maltrecha y desfallecida.
Donde hay dinero suele producirse corrupción, como sucede en la financiación de los partidos, las concejalías de urbanismo o las empresas públicas. El derroche más la corrupción han agotado el erario público y generado una deuda abrumadora que lastra las posibilidades de avance y recuperación; las ideologías, que podrían reconducir esta ruina desastrosa, han perdido los principios y vacías de sus valores se han convertido en sacristías de poder y concejos de propaganda, destinados a poner el gobierno en manos de los partidos, mientras por diferentes vericuetos van esquilmando la cartera de las clases medias; en su empeño por perpetuarse y enriquecerse, han tirado a la cuneta la perseverancia, el acceso a la excelencia y el espíritu de servicio tan necesario, para laborar por el bien común; así mismo, han desechado la rectitud y la honestidad, sustituidas por los trinques y los atajos o el calorcito de las subvenciones. Y, en medio, las Autonomías han llegado a ser una pesadumbre y un escándalo para esta sociedad.
Las CAA son una carga insoportable. Es vital el imprescindible bisturí para sajar y cortar lo necesario o seguirán los mangoneos y los saqueos de millones sin devolver, sin dimisiones y sin cárceles. Como reclama a gritos la ciudadanía, este mastodóntico sistema territorial y político exige ordenación y una merma urgentes, al haberse convertido en inviable e inútil económica y políticamente; son muchas las instituciones que quedan al margen de los controles administrativos, a consecuencia del sistema clientelar; en ellas, han ido colocando a pupilos y amigue tés sin tener que superar un proceso selectivo nada riguroso y sin la suficiente capacidad técnica. La reforma de las Administraciones Públicas Españolas supone un problema de enormes dimensiones por su distribución y opacidad, a la hora de ordenar esa descomunal urdimbre, que absorbe esa enormidad de recursos públicos; se cuentan más de 21.000 entes públicos y consorcios de utilidad imprecisa; corporaciones, obras faraónicas y entidades desmesuradas, destinadas a colocar adeptos, que iluminen la gloria de los virreyes de taifas; a mayor gasto más poder y mejores oportunidades para los saqueadores de lo público, porque es clara la vinculación entre el auge de la corrupción política y el incremento desmedido de los presupuestos territoriales, unido a la multiplicación de organismos para dilapidar a manos llenas en secesiones, ITV y Palaus, en Gürtel, Nóos y los Messis y en festejos electorales, EREs y fundaciones sin ánimo de lucro. Todo esto es un peso realmente insostenible. Se han de suprimir los órganos triplicados y establecer reducción de sueldos y recortes de gasto para mejor aprovechar los recursos, ya escasos.
Ahora bien, resulta que el Estado tiene pocas herramientas jurídicas para poner orden en el sector autonómico y local, dada la fortaleza estatutaria con que se blindan, además de la osadía de saltarse, a su gusto, las leyes y las sentencias que a todos obligan y se resisten a cumplir; lo que al Gobierno le queda es la ley y, en su caso, el palo, cortar el flujo dinerario o ir directamente a la intervención. Con los señoríos y estos feudos, nuestra economía se hunde; suponen el saqueo de esta España que agoniza ayuna de metálico y de crédito. Es necesaria su disminución y la retracción de competencias; hay que cumplir lo prometido y a quien se niegue, ni un duro del fondo común y la ley.
C. Mudarra