Una charla en la cárcel María Jesús Mayoral RocheCapítulo...

Publicado el 11 enero 2014 por Chus

Una charla en la cárcel
María Jesús Mayoral Roche
Capítulo Segundo
Sentada en un banco de la Avenida América, inmersa en mi silencio particular, le pedí a Dios que me ayudará a salir airosa de aquella charla. Me fumé un cigarrillo y dejé que los débiles rayos del sol de marzo me confortaran: la puerta de la prisión, sus merodeadores y la presencia de la Guardia Civil me abocaban a mi realidad. Recordé que siendo muy niña, paseando de la mano de mi padre ante la puerta que ahora me estaba esperando, le pregunté con temor: ¿Papá, qué es esto? Como yo era algo traviesa y no paraba un momento, mi padre no desaprovechó la ocasión: Aquí encierran a los revoltosos. Yo me eché la respuesta al bolsillo. Rescatar aquella estampa infantil momentos antes de entrar en el Centro Penitenciario de Torrero,me hizo sonreír.   Esperé en la puerta a la encargada de la ONG, que no tardó en presentarse acompañada de uno de los educadores de la prisión. No recuerdo si empezaron o siguieron las advertencias: esto a veces no funciona, depende del día, vete preparando, no te asustes de ver ciertas caras, etc.    Los funcionarios abrían puertas pintadas de un verde chillón a nuestro paso, deslizaban cerrojos y nos tendían papeles para firmar al tiempo que nos requisaban los móviles. Finalmente llegamos a la puerta de acceso a las galerías, la abrieron y de una rotonda acristalada salió el cura de la prisión para darme la bienvenida. Siguieron las advertencias.   La entrada de mujeres en las galerías de hombres supone un acontecimiento: todos te observan, todos te siguen con la mirada. En ese momento mi comitiva y yo éramos el centro atención. No sentí miedo, tampoco me intimidaron las miradas de los presos. A mi paso les daba las buenas tardes y ellos me contestaban asintiendo con la cabeza.Sinceramente debo decir que ver aquel panorama puede impresionar.       La cárcel de Torrero era una vieja prisión de galerías con barrotes de color verde esperanza, con largos pasillos pintados de amarillo, con un puente colgante que conducía a la biblioteca; en la semana de visitas estaba más limpia que de costumbre. En las paredes habían clavado carteles anunciando mi charla, en medio de una exposición de fotografías del MPDL que intentaba dar vida a las Jornadas Culturales. La biblioteca echaba el tufo característico de los lugares cerrados que limpian con lejía reconcentrada. Una escritora dentro de una cárcel se debe a su deformación profesional, es decir, a observar, a retener en la memoria todo.   Poco a poco fueron llegando los presos, entraban hablando, se sentaban y seguían hablando, nos miraban y comentaban. El educador me aconsejó, que después de tomarse el café era conveniente que se desfogaran un poquito más. La biblioteca se llenó y algunos tuvieron que quedarse de pie. Me senté y el cura me acompañó diciéndome: Yo, a tu lado de monaguillo.   Empecé saludando al personal y me pareció que había buena predisposición por su parte. Yo presidía el centro de una sala alargada forrada de viejos libros polvorientos; a mi alrededor, en forma de gran mesa cuadrada estaban alineados los viejos pupitres de Formica. Me arranqué con una confesión que les sorprendió:   - Hoy me he levantado contenta, hoy me he dicho: María Jesús, hoy vas a ir la cárcel. Hacía tiempo que quería venir aquí.   Seguidamente les hablé de Dostoievski, Wilde y Miguel Hernández. Tres vidas y tres causas distintas las de estos escritores encarcelados: con este trío no podía fallar. Pero yo había ido a la cárcel con la intención de convencer al personal de los beneficios de la lectura y la recomendé como terapia. Les demostré que una buena novela puede ser la mejor evasión y que un libro de autoayuda puede actuar como el mejor bálsamo reparador. Mis oyentes estaban animados y pedí voluntarios para que leyesen unos textos de los autores que yo había elegido; lo cierto es que dos de ellos leyeron muy bien, no así el otro. El otro… ¿Qué podía haber en el interior de aquel hombre enteco, de piel cetrina, mirada estática y alunada marcada por las drogas? Puedo decir que aquel rostro y aquella mirada intimidaban, tenían el poder de descolocarte; yo nunca había visto algo igual. Sin embargo y a pesar de toda la dispersión mental que prodigan las drogas, Miguel –así se llamaba- permaneció atento a cuanto dije. Más adelante volveré a hablar de él. Continué con mi charla y me pareció importante no pasar por alto el tema de las enfermedades en la cárcel, al fin y al cabo, los escritores que había escogido enfermaron en la cárcel. Este tema dio juego y animación, parece mentira pero fue así. Uno de los voluntarios que había leído, pude enterarme poco después que era un enfermo de SIDA.   Uno de los presos que estaba de pie, al fondo, empezó a comentarme que él también escribía. Era un hombre ya mayor, calvo y muy repetitivo en sus comentarios:   - Yo he escrito y cuanto he escrito me lo han robado. Ahora no sé dónde está lo que he escrito. Me dijeron que era para estudiarlo...   El cura empezó a decirme por lo bajo:   - Córtale, no le dejes que siga hablando. Éste hombre está loco. No le dejes seguir hablando. Como no le cortes te va a meter un rollo.   Aquello me dejó en fuera de juego. Como pude, no sé cómo, logré cortarlo. Aparte de este inciso, todo iba bien; la charla parecía interesarles, de hecho nadie había abandonado la sala. Pero la típica pregunta, esa pregunta que te puede descolocar, esa pregunta que te deja sin respuesta, ésa, todavía estaba por formular.    - Todo eso está muy bien, pero qué posibilidades tenemos nosotros en la vida cuando salgamos de aquí. ¿Para qué nos puede servir todo eso que nos está contando?   Entonces les hablé de la cultura, de la educación, de la disciplina, del espíritu creador del ser humano, etc. Cuando terminé saltó la pregunta que faltaba:   - ¿Usted cree que con el historial delictivo que algunos de nosotros tenemos, la sociedad nos dará alguna oportunidad cuando salgamos?   Un murmullo sacudió el ambiente; se miraban entre ellos, algunos negaban con la cabeza, otros asentían con pesar, el resto me miraba esperando más una solución que una respuesta. Esa pregunta fue el detonante de todo lo que vendría a continuación. Le respondí con rotundidad:   - Sí, por supuesto que te la dará. Cuando hay buena voluntad siempre aparece en la vida esa persona dispuesta a ayudarte. Yo he podido comprobarlo, a mí me ha pasado. Estoy segura, eso siempre es así.   Ante mis palabras se armó un revuelo; unos asentían, otros hacían gestos de incredulidad, finalmente el cura me dijo:   - Déjame hablar un momento, por favor.   El pater, un hombre de cierta edad que suele llamar a las cosas por su nombre, se levantó del asiento y se adelantó hacia ellos con el índice enhiesto y la mirada escrutadora para decirles:   - No digáis que no os dan oportunidades. Vosotros sabéis que tengo un piso donde puede ir todo aquél que lo necesite cuando salga de aquí, pues bien, la semana vinieron cuatro y al día de hoy ya lo han abandonado dos para volver a las andadas.     A partir de ahí la cosa empezó a caldearse más. Yo no hacía más que mirar al educador; los presos estaban tan animados que pensaba para mí: ahora viene cuando se amotinan. De vez en cuando miraba de reojo al cura, lo veía sonreír y asentir a lo que yo decía, esto me daba confianza. Era la primera vez que pisaba una cárcel y en aquellos momentos no sabía ni por dónde me estaba dando el aire. Muchos de los presos, curiosamente, leen la Biblia y así me lo expresaron. Yo les recomendé que era el momento de hacer una reflexión sobre la causas que les habían llevado allí, de analizarlas y de reconducir la vida. Entre tanto se pasaban los cigarrillos de unos a otros compartiendo caladas hasta apurar la colilla. Volvieron al tema, a su tema.- Esto es muy duro. Yo tengo el apoyo de mi mujer y gracias a ella voy a salir adelante, pero cuando salga quién me dará una oportunidad.   Mientras todo esto transcurría, yo me iba fijando en aquellos rostros que me rodeaban y me preguntaba: ¿Y éste? ¿Qué habrá hecho? Algunos iban bien vestidos y en general me parecieron educados. Recuerdo que uno de ellos llevaba un buen corte de pelo y un bigote muy atusadito; unas gafas de pasta le conferían cierta intelectualidad y su jersey noruego le hacía destacar entre los demás. Sería un hombre de mediana edad. Me sorprendió que al reírse bajara la cabeza y que se avergonzara al sentirse observado. Me pregunté: ¿Qué pinta este hombre aquí? Reconozco que hacerse preguntas de este tipo en la cárcel es una ingenuidad. Detrás de los barrotes hay otro mundo; un mundo de sufrimiento, un estruendo de alaridos humanos, un amasijo de vidas desoladas, una ristra de seres malqueridos. Allí reside la otra sociedad que no queremos ver, que nos molesta, que detestamos y que nos da igual lo que sea de ella.    Mientras estos pensamientos pasaban por mi cabeza, miraba a un muchacho que tenía al fondo, frente a mí; tendría unos veinte años, era rubio, de piel fina y blanca. En otro lugar podría haber pensado de él que era un principito, porque su pelo y los suaves rasgos de su cara bien le hacían merecedor de un papel así. Sin embargo su felina mirada desmontaba toda película que una pudiera imaginarse. Parecía muy atento a mis palabras; sin embargo la dejadez de su cuerpo me daba otra información y pensé: cualquier juicio que saque de esa actitud será erróneo. Su forma de vestir era la de un joven de estos tiempos: camiseta amarilla, pantalón de chándal azul y deportivas. Lo cierto es que no apartaba su mirada de mí.   Finalmente, viendo que la gente se animaba a participar en el debate, me atreví a abordar lo más escabroso de la marginación.   - En este país triunfan las historias de marginación. No hay más que ver las películas españolas. Las vidas de burgueses resultan aburridas. Yo he escrito una novela sobre marginación social. El protagonista es un idiota con psicosis de renta que se pone delante de los coches para que le atropellen y le indemnicen, un bobo que se pasa el día pensado cómo hacerse rico sin trabajar. Se demuestra que ha abusado de una niña retrasada y lo detienen. Le hacen un peritaje siquiátrico en condiciones; pero el juez se lo pasa por el forro de la toga argumentando que estará loco pero que sólo le da por joder a los demás, que ese desgraciado iba a estar mejor en la cárcel que en su casa. Finalmente el bobo ingresa en prisión. Allí le porculizan y le atemorizan. Una vez puesto en libertad, es cuando viola y mata. La noticia sale en los telediarios y los padres piden justicia. ¿De qué estamos hablando? ¿Es así o no es así?   Aquellas palabras dejaron atónito al personal y hasta los rostros más indiferentes se habían transformado, ahora me miraban con entusiasmo. No fue lo que conté, sino la crudeza que empleé a la hora de expresarme. Les dije que la vida dura y que nadie se libra; pero que antes de tirar por el camino de en medio, antes que la droga, robar y matar, existen otras soluciones. Entonces reconocieron que yo estaba en su mundo. Uno de ellos les dijo al resto:   - Yo no sé leer ni escribir, pero me gusta cómo habla esta chica porque la entiendo. Está en la realidad.   Entre tanto, Miguel, aquel hombre de rostro marcado por las drogas, me acercó un mensaje que voy a reproducir en su integridad:   “Cárcel. Cementerio de hombres vivos, donde el bueno se hace malo y el malo se hace peor. Donde en ningún momento se preocupa nadie por una reinserción social. En donde el drogadicto no es tratado como enfermo sino como cualquier asesino.    Y yo (..........) tengo bastante información para confirmar todo lo que yo le estoy diciendo, desearía si fuese a realizar algún apunte hoy en día. En lo único que pienso es en cuando salga robar, traficar, etc. O quitarme la vida, puesto que muerto el perro se acabó la rabia.   Dígame: Qué currículum puedo aportar yo después de toda mi vida delictiva”.   Yo proseguí con la charla. Miguel me miraba y me hacía gestos para que leyera la nota. Finalmente me preguntó de nuevo:   - ¿Qué puedo hacer yo? Todo lo que ha contado está muy bien, pero en mi caso...   - Contra ti voy -le contesté al tiempo que le señalaba con el índice.    Mis palabras le hicieron gracia, incluso se miró a sí mismo interrogándose: ¿Contra mí? Me dio la ligera sensación de que nunca ni nadie se había atrevido a decirle eso en la vida. Yo volví sobre mi afirmación:   - Sí, sí, contra ti. Eres muy negativo. Querer es poder.   Más tarde me enteré de que era un importante traficante, vamos, de los que tienen elevado estatus dentro de la cárcel.   Ellos se sentían a gusto, pero se hacía tarde para el recuento y la cena. Al terminar la charla, les sugerí que leyesen una novela entre varios y que se reunieran para comentarla, que el intercambio de opiniones siempre resulta enriquecedor. Aquella propuesta les animó y viendo la unanimidad de todos ellos, yo me brindé para montarles un Taller de Literatura, y acto seguido el Subdirector de Tratamiento recogió mi oferta. En cuanto di por terminada la charla me vi rodeada. Miguel me preguntó si iba a volver por allí, que tenía muchas cosas que contarme. Le contesté que hablara con la responsable del programa.    - A mí me interesas tú, me interesas tú -me dijo.    - Bueno, -le contesté- si el Centro lo aprueba, yo os monto el taller.    En ésas estaba, cuando me quedé sorprendida ante aquel joven rubio con pinta de pasota que me miraba fijamente. Me habló con humildad, pero lo que me llegó alma fue su mirada. ¡Cuánto sufrimiento podía adivinarse en ella!   - Me llamo Jesús. Verá, yo quisiera contarle mi vida para que la escribiera. Yo no quiero nada a cambio -se llevó la mano al pecho y me miró aún con más insistencia-. Conozco este lugar desde los cuatro años. ¿Va a volver por aquí?   Le contesté como pude, porque aquella proposición me dejó fuera de juego:   - Verás, eso no depende de mí. No obstante, escribe tu propia historia. ¿Sabes escribir?   - Sí, no muy bien, pero bueno.   Ahí terminó mi conversación con Jesús. Me presentaron al Subdirector de Tratamiento y Miguel siguió con su historia. El Subdirector harto de su cháchara le contestó:   - Bueno, lo mismo ha pasado tu tren y no te has enterado. Porque el tren pasa y algunos ni os enteráis.   Debía abandonar la biblioteca pero los presos se resistían a salir. Seguí andando y despidiéndome de la gente. Se me acercó un hombre de mediana edad, calvo, con bigote, llevaba una camiseta roja. Durante la charla estuvo atento a cuanto dije. No sé cómo pasó, pero de pronto me vi hablando con él:   - Esto es muy duro, no hacemos nada. Nos pasamos el día viendo la televisión, no hay más que violencia en las películas. ¿Cree que podremos trabajar cuando salgamos? Desde que me dejó mi mujer no he levantado cabeza. Me acuerdo de mi madre, del trato que le di...   Se echó a llorar. Avergonzado de su debilidad, se volvió de espaldas para ocultar sus lágrimas. Le agarré del brazo y le pedí que no se atormentara más, que las madres siempre perdonan a sus hijos. Se marchó. Le dolían los recuerdos, mis palabras. Luego, secando sus lágrimas, se volvió para decirme adiós.  (Continuará…)Capítulo Primerohttp://caricaturasparlantes.blogspot.com.es/2013/09/de-como-llegue-la-carcel-maria-jesus.html#comment-form