No sé si para otros lectores el primer contacto con los textos del cordobés Lucio Anneo Séneca (ca. 4 a.C.-65 p.C.) habrá sido, como fue para mí, la lectura salteada y asistemática de un ejemplar titulado "El libro de oro". Concretamente, el que utilicé era una minúscula versión publicada en la colección "Pandora" de la madrileña editorial Mon. Se trata de un pequeño libro de bolsillo publicado allá por los años 50 que probablemente procedía de ediciones más dignas publicadas anteriormente. En definitiva, esta visión fragmentaria de Séneca lo convierte en una suerte de cantera de citas... y evocaciones inesperadas. POR FRANCISCO GARCÍA JURADO. HLGE Después, tras el laconismo de sus citas de valor universal, es cuando vamos descubriendo o, más bien, recomponiendo al hombre y su obra, y aprendemos que nuestro filósofo es una de las figuras más controvertidas en lo que a la relación entre su vida y su obra respecta. Diálogos, Consolaciones, Tratados morales, Epístolas, Tragedias, y la Apocolocintosis del divino Claudio van llenando ávidas horas de lectura, y ahora somos nosotros los que vamos extrayendo nuestra propia selección de citas. De Séneca, en verdad, nos fascina toda su obra, el tratamiento literario que da a sus tratados filosóficos, el tono de sus cartas, que son el claro antecedente de los ensayos de Montaigne, o la fuerza de sus tragedias. Hemos seleccionado un curioso texto de Azorín donde Séneca no aparece como personaje, sino tan sólo su tratado De Clementia, en especial una elocuente cita extraída del mismo. José Martínez Ruiz "Azorín" (1873-1967) escribe en Francia su obra Españoles en París (1936-1938) , en una época dolorosa tanto para España como para él mismo. Hemos extraído de Españoles en París el cuento titulado "Un loco en la Sorbona", donde aparece la figura del Padre Prudencio García, hombre apasionado por la lengua latina que tiene la oportunidad de acudir a la Sorbona para escuchar las clases magistrales de sus doctos catedráticos:
"Estaba el aula atestada de estudiantes y de ancianos. Tenían los alumnos en las manos una edición de Plauto. Al surgir el profesor, allá abajo, por una puertecita, sonó una salva de aplausos. El maestro era un hombre con el pelo blanco y vestía pulcramente. A pesar de las canas, su agilidad y soltura eran vivas. Comenzó su lección sobre Plauto, y Prudencio iba sintiendo honda delectación. El maestro escribía en la pizarra vocablos y frases en latín, y Prudencio, antes de que el profesor hablara, ya iba diciendo para sí lo que el maestro decía luego.
La tarde del día memorable -memorable en los anales de la Sorbona-, Prudencio salió de su casa a la misma hora. Tenía aún tiempo de curiosear en los libros que hay a la entrada del puente de San Miguel. Después, por el bulevar del mismo nombre, subiría hasta la Sorbona. El libro en que leyó aquella tarde era un volumen de Séneca. En el tratado De clementia, Séneca dice que debemos ser humanos. Basta con ser hombres para que el filósofo sienta amor por alguien. Pero en el castigo hay que poner cuidado para no igualar al malo con el bueno. Paridad tal sería causa de caos horrendo y de corrupción. Tengamos, pues, en materia de clemencia, mucha serenidad para no originar el mal queriendo proceder con blandura. Modum tenere debemus. Sí, debemos tener modo en materia tan delicada. Y repitiendo esto de modum tenere debemus va caminando hacia la Sorbona Prudencio. La doctrina de Séneca le parece excelente. Modum tenere debemus. Entra en la cátedra el buen clérigo y se sienta. La lección va a comenzar dentro de un instante. A su lado hay una anciana que le sonríe y se aparta un poco para que él pueda estar con más comodidad. El maestro, de pelo blanco y movimientos ágiles, acaba de aparecer. Se sienta, se hace el silencio, y el profesor dice:
-Señores, antes de comenzar la lección, he de hablar a ustedes de un incidente curioso.
Hay una pausa. El maestro se lleva la mano al bolsillo interior de la americana y saca un cuadernito. Prudencio, que tenía la vista fija en el profesor, se pone intensamente pálido. Está sentado Prudencio en lo alto de la gradería, casi en el rincón.
-En la tarde anterior -continúa el maestro-, al hacer la limpieza, ha sido encontrado en la cátedra este cuadernito.
Prudencio está a punto de desvanecerse. La anciana que tiene al lado lo mira con atención y le pregunta si le pasa algo.
-Este cuadernito -prosigue el maestro- contiene unas imitaciones de Tibulo. Yo ruego a ustedes que me digan a quién pertenece el cuaderno y que se acerque a recogerlo.
Nueva pausa. Nadie se mueve. Y el profesor continúa:
-Veo que nadie dice nada. Y es cosa rara. Esto me parece un verdadero enigma. ¿Quién puede escribir el latín con tanta pureza y elegancia? ¿Y por qué tener empacho en declararse autor de estas bellísimas imitaciones? El que ha escrito esto bien podría darnos lecciones de humanidades a todos nosotros. Y ustedes mismos van a juzgar de la verdad de lo que digo.
El maestro, en medio de la expectación general, da lectura a una de las poesías latinas del cuadernito. Al acabar, resuena en el aula una inmensa ovación. Y cuando el rumor de los aplausos se ha extinguido, se oye allá arriba, en lo alto de la gradería, un sordo ruido. Prudencio ha caído desvanecido sobre el tablado. Se produce una gran confusión. El desvanecimiento dura poco. Al volver en sí, Prudencio, sin darse cuenta aún de dónde está, ni de lo que dice, grita desaforado:
-¡Modum tenere debemus! ¡Modum tenere debemus!
Y los estudiantes vocean que se trata de un loco.
-Un fou!
-Un fou!
-Un fou!
El maestro ha subido hasta donde se halla Prudencio y reclama silencio.
-Señores, un poco de silencio. Tal vez tenemos entre las manos la clave del enigma.
Y dirigiéndose con dulzura, paternalmente, a Prudencio, comienza a decir:
-Vamos a ver, señor. Usted..."
La cita latina "modum tenere debemus" se convierte en el leit-motif de la historia, que contiene un pulcro resumen del contenido del tratado De Clementia y una minuciosa recreación del ambiente universitario de París a comienzos de siglo. De esta forma, y en contraste con el ambiente cosmopolita de la ciudad, el nombre del personaje, Prudencio García, que evoca posiblemente al poeta hispano Prudencio (finales del siglo IV), nos trae a la memoria el propio carácter de Séneca como autor hispanorromano. Cosmopolitismo y casticismo sutilmente combinados, a patir de una cita de Séneca, en un inolvidable cuento de Azorín. Y París como nueva localicación de un autor tan romano e hispano a la vez. FRANCISCO GARCÍA JURADO. HLGE