Crónica desde el corazón de las protestas en El Cairo
Por: Giangina Orsini | agosto 14, 2013Foto: Ragnar Weilandt Todo normal, pensé mientras caminaba a casa de Inji al ver los grupos de gente que se congregaban en las esquinas. Hombres y mujeres, jóvenes y viejos, niños con banderas, carros pitando, ambiente de fiesta. Impresionante pero todo bien, pensé más tarde frente a la tele al ver las miles de personas atascadas en los puentes queriendo llegar hasta Tahrir. Un par de horas después alguien avisó a mi amiga que la gasolina había vuelto a la ciudad. Qué casualidad, pensé entonces, que justo hoy se hubiera acabado la crisis luego de semanas de escasez y largas filas en las estaciones de todo el país. Por cierto, lo mismo pasaría con los cortes de energía, que por meses –y casi a diario- habían alimentado el inconformismo de la gente, y que desde ese día desaparecieron milagrosamente. Si las cosas hubieran llegado hasta allí mis sospechas habrían sido infundadas, pero la siguiente imagen en la tele no daba lugar a dudas. Una larga y blanca fila de uniformados policías se abría paso entre los miles de manifestantes reunidos en la plaza, pero en vez de ser atacados eran aclamados como si fueran jugadores de beisbol que regresaban al país luego de haber ganado el campeonato de las Grandes Ligas. Antes de que me acusen de anarquista, debo aclarar que la policía fue sacada a la fuerza durante los días de la revolución y que por más de dos años había desaparecido casi por completo de las calles, salvo cuando salía a tirar gases lacrimógenos a los manifestantes y a veces hasta balas reales. Algo andaba mal, definitivamente. Los eventos de los próximos días sólo confirmarían mis temores. Al día siguiente, cuando en Tahrir se prendía la fiesta “revolucionaria” con helicópteros militares que sobrevolaban la plaza, iluminados con frenéticas luces láser cual chica guapa en discoteca, el general y ministro de defensa Abdul Fattah Al-Sisi hizo el anuncio que cambiaría todo: el ejército daba 48 horas al presidente Morsi y sus oponentes para resolver la crisis o se vería obligado a intervenir. La euforia no se hizo esperar. De los helicópteros cayeron miles de banderas y los participantes, como adolescentes embriagados, terminaron declarando su amor a los militares gritando el ya trillado eslogan: “el ejército y el pueblo son una sola mano”. Cumplido el plazo, el general Al-Sisi, a quien por cierto solo conocíamos por su escandalosa defensa de los “test de virginidad” de militares a mujeres manifestantes durante las protestas del 2011, en un Orwelliano reverso de su imagen pública aparecía como el nuevo líder carismático que llevaría al país a la verdadera democracia al anunciar que Morsi no iba más y su polémica constitución quedaba suspendida. Pero como bien dijo un amigo mientras tomaba una cerveza en Lotus, el único bar abierto del centro esos días, el problema es que “entre más grande la fiesta, peor el guayabo…” Y el guayabo no tardó en llegar. Ese mismo día 16 seguidores de Morsi fueron asesinados por “hombres armados desconocidos” en una manifestación de apoyo en El Cairo. Al día siguiente nos despertamos con la noticia de que el ejército había empezado a arrestar oficiales del gobierno sin justificación legal aparente. Después escuchamos que sus canales de televisión habían sido cancelados y varios periodistas encarcelados. Más tarde supimos que el mismo Morsi se hallaba detenido en una ubicación “no especificada”. Al mismo tiempo que todo esto ocurría, en un típico ejemplo del kitsch egipcio, veíamos desde el balcón cómo aviones militares F-16 adornaban el cielo con las estelas rojas, negras y blancas de la bandera nacional, trazando el contorno de un enorme corazón. Entre más pasaban los días, mayor era la sensación de pesadilla surrealista. Mi autoexilio se prolongaba en tanto las rutas para volver a casa se hallaban bloqueadas por enfrentamientos armados entre manifestantes de ambos bandos. En la madrugada del 8 de julio, un día antes del inicio del Ramadán, el mes sagrado musulmán, 51 seguidores de Morsi asentados frente al cuartel general de la Guardia Republicana fueron asesinados por fuerzas de seguridad mientras hacían el fayr, la primera oración del día. Pero ni siquiera eso logró amilanarlos, y los seguidores del ex presidente continuaron sus protestas envalentonados con su autodestructiva retórica de mártires. Era el mundo al revés. Mientras los islamistas exigían respeto a la democracia (aún cuando por democracia sólo entiendan legitimidad electoral), los liberales (llámense revolucionarios, demócratas, socialistas, nasseristas -añada aquí orientación política de su predilección-) manifestaban abiertamente su apoyo a la intervención armada del ejército en plena plaza Tahrir, el mismo lugar donde cientos de ellos dieron la vida confrontándolos hace dos años y medio.
Protestas del 30 de junio en El Cairo. Foto: Ahmed Harfoush Recuerdo una ocasión durante la revolución en que estando la plaza a tope, Mubarak mandó sus aviones cazadores a volar bajito sobre los edificios que la rodean, en un obvio esfuerzo por amedrentar a los manifestantes. Sin pensarlo me tiré al piso y temblando de pavor levanté la vista para ver a los valientes egipcios, de pie, chiflando a los aviones mientras les enseñaban las suelas de sus zapatos (lo que en lenguaje verbal árabe significa “vete al carajo”). No pude evitar hacer la comparación cuando esta vez, durante una de las multitudinarias manifestaciones de los “revolucionarios” en Tahrir, el ensordecedor vuelo de los F-16 se confundía con la histeria colectiva que despertaban, volando tan bajo que parecían estar en una competencia por los mayores aplausos. Simultáneamente, a pocos metros de allí, la banda de vientos del ejército tocaba canciones nacionalistas en un improvisado escenario ubicado a la entrada de la calle Mohammed Mahmoud, la misma calle donde tantos jóvenes perdieron la vida a manos de fuerzas de seguridad en noviembre de 2011, precisamente durante el primer período de transición liderado por los militares. Tales manipulaciones, digo, manifestaciones revolucionarias no serían tan graves si no estuvieran acompañadas por una progresiva retórica terrorista, que empezó con discusiones semánticas y logos en las pantallas de canales privados de televisión y la prensa “independiente” que aseguraban insistentemente que lo del 30 de junio no había sido un golpe militar sino una revolución popular. De allí se pasó a la paulatina deshumanización de los miembros y seguidores de la Hermandad Musulmana, presentados ya no sólo como lunáticos miembros de una secta religiosa, sino como terroristas asociados a intereses de Hamas y de otros peligrosos grupos foráneos. Entre estos extranjeros estaban incluso Obama y su gobierno, por no apoyar abiertamente su causa revolucionaria. Una vez vimos a un grupo de manifestantes sosteniendo una pancarta en la que exigían a un Obama de look hitleriano dejar de apoyar a terroristas, y luego cantar la consigna “Obama, cobarde, cliente de los americanos”. Divertidas teorías de conspiración aparte, estas estrategias han sido muy eficientes para crear un “otro” separado del resto de la población que debe ser temido y odiado. Una vez construido el enemigo, al ejército le fue fácil pedirle a la gente salir a las calles para autorizarlos a “combatir el terrorismo”. No es casualidad, entonces, que un día después del famoso discurso de Al-Sisi, una nueva masacre a seguidores de Morsi por fuerzas de seguridad dejara al menos 120 muertos y salvo contadas excepciones nadie se mosqueara. Cuando familiares y conocidos me preguntan en qué creo que va a parar todo esto, no es mucho lo que puedo decir. Probablemente las medidas represivas contra los seguidores de Morsi continuarán, en el mejor de los casos sin demasiados muertos y con un trato final entre los líderes de la Hermandad y el ejército. La “democracia” egipcia avanzará, con Al-Sisi como presidente o algún civil puesto por él. No sé qué pasará, pero cuando pienso en el futuro de Egipto, irremediablemente me viene a la mente esa frase de George Orwell: “no se establece una dictadura para salvaguardar una revolución, se hace una revolución para establecer una dictadura”.
Tomado de las2orillas.co/ Asociado a Revista Sendas