El Partido Popular acaba de celebrar tres días de debate, el pasado fin de semana, en la ciudad castellana de Valladolid, donde se han congregado todos los dirigentes de la derecha gobernante -desde el presidente del Gobierno hasta concejales municipales-, en una especie de sesión de autoayuda de la que salen mentalizados en poder ganar las próximas elecciones y convencidos de que la Razón-todas las razones posibles: política, económica, moral, etc.- está indudablemente de su parte. Para eso se han reunido: no para discutir los problemas de los españoles, sino para agradecerse a sí mismos el haberse conocido y alabarse por sí mismos las excelencias de sus iniciativas, aunque en la calle sean masivamente rechazadas por los ciudadanos que las padecen, estén o no sometidos a la disciplina del partido.
Pero, por el mismo motivo, los asuntos a tratar no pueden generar discusiones ni enfrentamientos, sino apelar al sentimiento de “piña” y unidad de todos y a las bondades de lo realizado. Por tal razón, los temas que motivan el cuándo quedan convenientemente relegados del qué, no pasan a formar parte del debate y las ponencias. Con una escenografía “colegial”, los encargados áulicos de cada “disciplina” gubernamental, sentados informalmente en taburetes y rodeados por un “alumnado” de congresistas, van impartiendo “lecciones magistrales” sobre la eficacia de lo realizado y el éxito de lo conseguido, sin ninguna sombra de la más mínima crítica ni el contraste con otras opciones también posibles. Allí se va a lo que se va, a reconocerse lo buenos que son todos. Hasta Alberto Ruiz-Gallardón, el ministro de Justicia que ha provocado la regresión más traumática en los derechos de la mujer con su reforma de la ley del aborto -hasta el punto de resucitar las viejas manifestaciones en Europa a favor de la libertad en España, como en los tiempos de Franco-, ha obviado la controversia no sin antes intentar justificarse en los pasillos, alardeando del respaldo de Rajoy a su reforma y de resistir a insultos y gritos. Fue un comentario defensivo, no un debate de ideas en torno a un problema creado por el ministro, no surgido en la sociedad, donde las personas se rigen de acuerdo a sus creencias, sin imposiciones ni dogmas, como pretende el autor de la reforma del aborto.
Allí no se habla de la reforma sanitaria que privatiza hospitales, ni de la educativa que recupera la asignatura de religión, recorta becas (en cuantía y duración) y blinda a los colegios que segregan, ni de la laboral que desprotege a los trabajadores y crea trabajo precario, ni de las pensiones que pierden poder adquisitivo, ni de la financiera que rescató a los bancos y no a la población, ni de la dependencia que se abandona sin recursos, ni del Estado de bienestar que se deja famélico, ni de nada que pueda preocupar a los ciudadanos.
Una convención nacional se organiza para congregar un auditorio de fieles que aplaude al líder que posibilita la dedicación política de todos mientras detenta el Poder y la gloria, pero ni un minuto más, y recuperar fuerzas para mantenerse en la poltrona. Ninguna conclusión sustancial brota de estos encuentros, ninguna iniciativa transformadora de la sociedad, ninguna respuesta a las demandas de los ciudadanos, ninguna solución a los problemas de la gente, salvo generalidades inconcretas a horizontes benéficos, promesas que siempre se aplazan al futuro y cantos a la bondad de las medidas adoptadas y la entrega incondicional de quienes las impulsan.
Tan vacío es el contenido de estas reuniones que lo único que recordarán los españoles de la Convención Nacionaldel PP es que el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, mandó a callar al líder de la oposición, Alfredo Pérez Rubalcaba. ¿Y para eso tanta fanfarria?