Como lagunera estoy acostumbrada al rito de las procesiones religiosas y en algunas ocasiones he asistido como espectadora; pero mi fe debe ser limitada porque no alcanza a comprender, por ejemplo, el desconsolado llanto de los sevillanos, de toda edad y condición, por no poder sacar este año a la calle sus monumentos debido a la lluvia y no digamos ya la descomunal barbarie de Filipinas, donde los cofrades se flagelan hasta hacerse la sangre o se crucifican literalmente. Como si eso les fuera a garantizar un mayor acercamiento a Dios.
Más de andar por casa, y poniéndonos menos dramáticos, sí hay una costumbre que desde pequeña me ha gustado y es que por la tele estos días siempre ponen “una de romanos”, como dice la canción de Joaquín Sabina.
Qué le voy a hacer, me gusta el cine de siempre y las historias como las de Quo vadis, Espartaco o Ben-hur; pero no las versiones descafeinadas que se han ido sucediendo luego. Salvo excepciones.
Supongo que esta afición se la debo a mi madre (como tantas otras cosas), cuyo fervor religioso era incuestionable y su gusto por el buen cine también.
En fin, es lo que tienen estos días, a unos les da por ir a la playa, a otros por esconderse debajo de un capirote, a otros por hacer torrijas y a unos cuantos nos da por ver “una de romanos”.