Una dulce esclavitud

Publicado el 15 mayo 2011 por Rbesonias


Cuentan las crónicas de la época que, tras terminar la Guerra Civil estadounidense, no pocos esclavos decidieron quedarse con sus antiguos amos, a pesar de que estos les ofrecieran la libertad de disponer de sus vidas a libre albedrío. No sabían qué hacer con su independencia: desde niños, ellos, sus padres, los padres de sus padres, ad infinitum, habían vividos como esclavos. Nunca se vieron obligados a tomar decisiones; otros las tomaban por ellos. Por esta razón, cuando los amos les abrieron la puerta de la jaula, su respuesta natural fue quedarse quietos, pasivos, como lo habían hecho desde siglos atrás. Aunque la libertad nos parezca, a priori, una necesidad natural, no es menos evidente que puede ser inducida socialmente, alentada o reprimida. La libertad es un músculo, una actitud que requiere del ejercicio diario, del hábito volitivo: si no se usa, nos acostumbramos a prescindir de ella o a pensar que después de todo vivir sin ella no es tan malo.
Los ciudadanos que gozamos de las múltiples libertades que nos regala el orden constitucional creemos que estamos más protegidos contra el miedo a la libertad que los esclavos de mi relato. La sensación de vivir rodeados de posibilidades de ejercitar nuestra libertad nos mantiene seguros de ser inoculados de indiferencia. Sin embargo, si miramos más de cerca la idiosincrasia del ciudadano en las democracias occidentales, notamos que su grado de participación en los asuntos públicos es exiguo, deficiente. Quizá nos quejamos de puertas para adentro, pero cuando hay que vindicar demandas sociales justas, cedemos al desencanto y la pasividad. Claudicamos, nos comportamos como si el soberano, en una democracia, fuera el poder político institucional y no la sociedad civil (el pueblo), todos y cada uno de nosotros. Despotricamos contra los políticos, pero con igual determinación dejamos que nuestra voz se la lleve el viento. Por alguna ingrata razón, permanecemos anestesiados, abducidos.
La democracia occidental caminó paralela a su desarrollo económico tras la Segunda Guerra Mundial. Al ciudadano se le ofreció la posibilidad de vivir en un sistema político de libertades, un Estado de Derecho garantista, alejado de las tutelas totalitarias de tiempos pasados. Además de esta promesa de libertad, el progreso económico propició el desarrollo de una sociedad del bienestar que facilitó a todos el acceso a bienes y servicios hasta ahora vedados a las clases pobres. La clase media trabajadora se convirtió, entonces, en el motor del consumo, un mercado que vendía, no sólo productos de primera necesidad, sino también artilugios de confort y ocio. El objetivo de facilitar al conjunto de la sociedad un bienestar óptimo se había conseguido. Casi todo el mundo podía ser feliz, ya que tenía acceso a una sanidad y una educación públicas, una casa, un frigorífico, una lavadora, una televisión, y sigue contando. El Estado amamantaba con celo maternal a sus hijos, prometiéndoles la luna. Se convirtió en un expendedor de bienestar, asegurando así el orden social y el amor del pueblo. Mientras el ciudadano tuviera caliente la panza, el poder político podría mantenerse cada cuatro años en el poder, sin miedo a que la sociedad civil generase disrupciones. Así, hoy, nuestra democracia nos asegura libertad -es evidente- pero no por ello este garantismo deviene en un tejido social activo y reivindicativo. Todo lo contrario, el modelo de democracia capitalista ha debilitado nuestro derecho legítimo a disentir, nos ha confinado al papel de meros sujetos de consumo. El bienestar oficia, en este contexto, de sedante, de opio popular, de carnaza que mantiene a la sociedad civil adocenada, inofensiva dentro de un grado de insatisfacción sostenible. La actividad política se convierte así en mero suministrador de felicidad, dejando a la sociedad el rol de cliente satisfecho.
A modo de epílogo, permítanme que les cuente otra historia. Un grupo de educadores, intentando emular el modelo utópico de escuela libertaria, ideó una pedagogía que se resumía en dejar que los alumnos hiciesen lo que quisieran. Se les ofrecía una gran variedad de actividades, pero no se les indicaba cuál debían elegir ni cómo ni qué hacer en ellas. El desarrollo libre de la creatividad y la iniciativa individual eran dogmas indispensables. Un día, una niña se acercó a uno de los adultos y con tono afectado le preguntó: '¿Hasta cuándo vamos a poder hacer lo que queramos? Estoy aburrida'.
Ramón Besonías Román