“Una edad no soñada”: “La corona de hierro”, fantasía heroica en la Italia de los 40 según Alessandro Blasetti

Publicado el 24 septiembre 2011 por Esbilla

La corona de hierro (La corona di ferro)

Director: Alessandro Blasetti

Italia

1941

105 min.

Fotografía: Mario Craveri y Václav Vích (b/n)

Música: Alessandro Cicognini

Montaje: Mario Serandrei

Guión: Alessandro Blasetti, Renato Castellani, Corrado Pavolini, Guglielmo Zorzi y Giuseppe Zucca

Reparto: Massimo Girotti, Gino Cervi, Elisa Cegani, Luisa Ferida, Rina Morelli, Osvaldo Valenti, , Dirce Perbellini, Paolo Stoppa, Primo Carnera

En su fulgurante y nutritivo repaso a la historia del cine fantástico italiano para el fundamental número 7 de Quatermass (Antología del cine fantástico italiano, Noviembre, 2008) el profesor Giorgio Placereani expresa así la llegada de una superproducción como La corona de hierro, un evento simultáneamente insólita, por única, y seminal, al suponer un reverdecer de la tradición fantástica, una semilla de futuro: “Tras la crisis de los años 20, el cine italiano resucita después de 1930. Sin embargo, en este renacimiento no hay sitio para el fantástico, y por el contrario predomina la comedia en la producción del país. La excepción, como siempre está en la volcánica personalidad de Alessandro Blasseti, eterno revolucionario del cine nacional. En sus películas no solo abundan ingredientes de crueldad y erotismo que verifican la corriente “nocturna” del cine italiano, sino que además incluyen elementos fantásticos. Un desdoblamiento de personalidad en Il caso Haller (1933), amén del caso excepcional que representa en el cine italiano de la época La corona de hierro (1941). En esta película, producida por la innovadora Lux de Riccardo Gualino, Blasetti reinventa sugerencias y motivos de la mitología, del melodrama, del film histórico, concretando una edad media imaginaria en una dimensión que hoy definiríamos fantasy.

La corona de hierro supone un clásico recuperado, largamente orillado tanto por su adscripción a un género “infra”, bastardo y escapista como por la adhesión mussoliniana de varios de sus responsables. En cabeza su director y una de sus estrellas femeninas, la tremenda Luisa Ferida (Tundra aquí, la joven con ansias de venganza que acaudillará a su pueblo contra Sedemondo y que redimirá su sed de sangre por amor al purísimo Arminio) que murió fusilada en los últimos días de la República de Saló y que había sido una de las grandes divas del periodo sonoro del régimen fascista. En realidad,  y más visto hoy, la propaganda que pudiera contener se circunscribe a la ostentación de medios, a su carácter de superproducción delirante para el orgullo de Italia (algo que el propio Blasetti intentaría superar el superpeplum Fabiola de 1949) más que a cualquier intención doctrinaria, aunque bien, como se explica en el estupendo artículo que le dedica la web Fantasy Magazine “(…)si parla di rivolta, si parla di libertà, ma NON si parla, ovviamente, di Democrazia: al termine si assiste soltanto alla restaurazione di un legittimo sovrano, che sarà illuminato quanto si vuole, ma pur sempre despota.”

De tal manera que tampoco se da el caso contrario, no este un film de desafío libertario, todo lo naif que se quiera, en medio dela Italiafascista como pueda hacer pensar esa extendida anécdota, a saber si cierta o engordada (o directamente inventada) según la cual el ministro de la propaganda nazi Joseph Goebbels exclamó tras ver un pase del film en el festival de Venecia que si aquel director fuera alemán ya lo habrían fusilado

Más cerca de la realidad del film está lo que expresa Pedro Porcel de nuevo para Quatermass (op. cita) en relación a la comparación, recurrente y bien traída, entre la obra de Blasetti y la traslación de Los nibelungos emprendido por Fritz Lang en 1924 con la cual comparte “algunos presupuestos e intenciones, especialmente en lo que atañe a la narración legendaria del sacrificio fundacional de una raza o nación, mito al fin y al cabo tan querido por los fascismos como por toda clase de nacionalismos”, aunque “carente del aliento trágico de la obra maestra alemana posee en cambio una cierta “italianidad” más desenfadada, nacida de esa imaginería que mezcla Medioevo, Renacimiento, Bizancio y Flash Gordon(…)”.

Efectivamente, la película, en su vertiente más seria, la subterránea, basa su “discurso” en la contraposición del elemento católico, la corona de hierro (una corona forjada con los clavos de Cristo en la Cruzcon todas sus reminiscencias de dureza, sacrificio y humildad), y por tanto ordenador, frente al pagano (la corona de oro que Sedemondo arrebata a su propio hermano Licinio), por definición caótico, frenético, lujurioso. Así la presencia del elemento nuevo y unificador, beatífico e invencible, impone sobre el reino violento de Kindaor un determinismo implacable. Lo predestina a su final. El del final de la edad de los cuentos, y de los mitos, y el principio de la edad de los hombres, bajo la égida de Dios, claro, es decir con la voluntada menguada. Es curioso comprobar como esta fractura capital en el terreno mitopoético está presente por igual en las tres aproximaciones más ambiciosas  a este universo feerico-heroico de los tiempos imposibles: el Excalibur de John Boorman y el Beowulf de Robert Zemeckis, una fantasía brutal y crepuscular injustamente minusvalorada.

Pero  en la visible es un superespectáculo pulp que fusiona los cuentos, la mitología (pagana y cristiana) y los tebeos con la inspiración en Los Nibelungos (no casualmente adaptada en 1958 por parte de Giacomo Gentilomo a todo color en El tesoro de los Nibelungos) en un ejercicio de muy mediterráneo sincretismo que anuncia, con presupuesto de lujo, los futuros caminos del peplum más fantabuloso y que, no en vano, Manuel Barrero incluye en su reciente Conan. La imagen de un mito (Dolmen, Pretextos, 2011), entre los antecedentes mejor y más claramente formulados de lo que sería la fantasía heroica en el cine (un extranjero llega a una tierra dominada por la magia y el mal y solo con su habilidad derrota a ambos, acaudillándola además luego). Incluso su propio lenguaje cinematográfico es fruto de la galvanización de elementos de de diferentes medios: así la puesta en escena y el recurso a los intertítulos del cine mudo funcionan de modo similar a como lo hacen los cuadros de texto que complementan las ilustraciones de Harold Foster en El Príncipe Valiente y a su vez remiten, por grafismo y estética, a la literatura fabulesca, ya que no otra cosa que una fábula, moral, aleccionadora, es La corona de hierro. Algo constantemente subrayado por las pariciones mágicas de ese personaje fuera del drama que el es la vieja hilandrera (de historias) que conoce todo lo que pasó y todo lo que pasará y que lo explica con perpetuo tono entre jocoso y resignado.

Si resulta correcto hablar de variación mediterránea, rebosante de humor (la genial caracterización como Sedemondo que realiza el gran Gino Cervi es un compendio de maldad, ternura obtusa, crueldad, avaricia y comicidad de distintas categorías), sensualidad perturbadora (los equívocos con relación al sexo de Tundra que sufrirá el inexperto Arminio, la posibilidad del amor incestuoso) y sadismo que de nuevo remite a esa oposición entre lo barbárico, orgiástico y violento, oscuro y lleno de magias, y lo católico, donde se impone la luz y la magia deviene milagro.

No lo es menos anudar el film al cómic (importada para España por la Cifesa según parece su impacto popular fue tal que incluso inspiró exploits en papel como el Zarpa de León emprendido por Ferrando en Ediciones Toray), a su imaginería e, incluso, a su lenguaje como expuse arriba. Blasetti aprovecha a conciencia (otra vez sincrética) los diseños y estilismo fosterianos para la maravillosa El Príncipe Valiente y también el estilizado retrofuturismo (y el erotismo) del Alex Raymond de Flash Gordon. Unas influencias, reconocidas por el mismo director a decir de Manuel Barrero, en cualquier caso gozosamente obvias y fácilmente localizables en vestuarios y caracterizaciones, pero también en encuadres que parecen viñetas ilustradas, tanto de momentos de acción (la justa) como de contemplación (la lánguida Elsa, Elisa Cegani, un descubrimiento del director tumbada en su camina entre los destellos de su ropa) o incluso de evolución (gráfica y dramática) entorno al personaje protagonista de Arminio, inocente enfrentado a las “modernidades” de la corte.

Este personaje, quien con el fin de evitar una profecía es abandonado de niño por el Rey, que en realidad es su tío y no su padre, en un valle inhóspito e infranqueable dominado por leones para que allí muera, está moldeado a partir tanto de Val como, especialmente de Tarzán, o de lo tarzanesco más bien, de clara inspiración en el grafismo de Burne Hogarth. Es un buen salvaje que se pasa la primera mitad del film semivestido de pieles, de sexualidad entusiasta y un tanto confusa, que desface entuertos de modo acrobático (y se hecha como amigo forzudo anda menos que al legendario boxeador Primo Carnera) y al cual le guía más el afán de descubrimiento y aventura que otra cosa (no es difícil ver en la afable caracterización heroica de Massimo Giroti las futuras prestaciones de Giuliano Gemma, por ejemplo), topándose por el camino con el amor de dos mujeres opuestas y con la responsabilidad de pacificar un reino, todo lo cual le cambiará progresivamente el carácter (casi al ritmo que va ganando ropa).

Merece la pena ver, o descubrir, hoy La corona de hierro. Divertirse con sus elementos más envejecidos, sorprenderse ante la audaz modernidad de otros, lamentar la dubitativa narración de algunos tramos y fascinarse delante de un espectáculo abigarrado hasta el horror vacui, imaginativo, excesivo, fantáheroico.