El escritor como erudito lingüístico, igualmente cómodo en varias lenguas, es algo muy nuevo. Que quienes son probablemente las tres figuras geniales de la narrativa contemporánea –Nabokov, Borges y Beckett– tengan un dominio de virtuoso de varias lenguas, que Nabokov y Beckett hayan producido grandes obras en dos o más lenguas completamente distintas, es un hecho de enorme interés. Sus repercusiones por lo que concierne el nuevo internacionalismo de la cultura apenas han sido entendidas. Los logros de los tres y, en menor grado, los de Pound –con su deliberado apresuramiento de diversas lenguas y alfabetos– indica que el movimiento modernista puede verse como una estrategia de exilio permanente. El artista y el escritor son incesantes turistas que se dedican a ver escaparates por toda la brújula de las formas disponibles. Las condiciones de estabilidad lingüística, de conciencia local y nacional de uno mismo, en las que floreció la literatura entre, pongamos, el Renacimiento y la década de 1950 se hallan sometidas a extrema tensión. Tal vez se considere un día a Faulkner y a Dylan Thomas como los últimos grandes “propietarios de viviendas” de la literatura. Tal vez el empleo de Joyce en Berlitz y la residencia de Nabokov en un hotel lleguen a ser signos de una época. De manera creciente, todo acto de comunicación entre seres humanos parece un acto de traducción.
George Steiner
Del matiz y el escrúpulo, 1968
The New Yorker
Foto: James Joyce en la plaza ‘Platzspitz’, de Zúrich,
donde se unen los ríos Limmat y Sihl.
Previamente en Calle del Orco:
La literatura nacional ya no representa mucho hoy en día
La verdadera lengua de la literatura, Ricardo Piglia