Comprobé que era una extraña en Madrid cuando todos sus olores me sorprendían. El metro, que tiene dos olores fundamentales: el del andén y el del vagón; sus calles, que algunas huelen a rancio abolengo, otras a cemento de barrio nuevo y algunas a callejuela; los setos de algunas zonas que tiene un olor raro que me resultaba tan ajeno…
Y de pronto, un día de no hace mucho, me di cuenta que la sobre estimulación de mi pituitaria había desaparecido, que ya no me sorprendían los olores, que ya no olía a nada…
Llegué a pensar que había perdido el olfato, porque por no oler, no olía ni a mis hijos, buscaba ese olor a bebé, mezcla de Nenuco y leche agría, dulce y agradable, que te sobrecoge cuando acercas tu nariz a un carrito ajeno… ajeno…
Y como ya no soy una extraña en Madrid, a la que ahora pertenezco y ella me pertenece a mí, no huelo a mis niños, que son más yo que yo misma, que son más míos que nada del mundo.
La pena es que ahora huelo el Mediterraneo a kilómetros…