Respuesta a “La cuestión Tarantino” de Ricardo Adalia
No tiene la razón quien se subleva contra lo existente sino quien se venga de ello (Ira y Tiempo, Peter Sloterdijk)
Querido Ricardo,
Tarantino trabaja en el umbral y como tal se presta a la sospecha. Trabaja las ruinas para devolverlas a la vida o vampiriza las citas y fuerza la empatía; hace un intersticio del intersticio o trata de conmover, fascinar, seducir ¿Qué permite sostener la verdad de lo primero y no la sospecha de lo segundo? Me dirás que la fuerza de las imágenes, su capacidad para interpelar al espectador cuando es justo eso lo que permite que Tarantino cumpla con el destino secular del cine, el hecho de que sea un arte para todos los públicos.
En relación directa con esto último se debe reflexionar sobre el sentido último que la narración toma en sus películas y que tú omites. Existe una afinidad entre cine y venganza que se plasma en el Western y de la que Tarantino es claro deudor. Esta secreta solidaridad se articula en torno a un complejo sistema temporal que sin embargo no nos puede resultar ajeno porque está presente en el ADN de nuestra actualidad. Al sentir el peso sordo de la ausencia de presente, sus vengadoras reactualiazan los fantasmas del pasado en la forma de un plan vengador, cuyo desarrollo debe articularse necesariamente de forma narrativa: la afrenta del pasado, el diseño del plan y su ejecución. En sus infinitas variantes las películas de Tarantino suministran una imagen sublime que el pueblo, aquel que va a las pantallas de cine, debe experimentar desde la satisfacción de una revancha cumplida. Zunzunegui tiene razón: por un lado, Tarantino recoge la experiencia de la dislocación del presente, y por otro pero al mismo tiempo, propone su sutura transitoria por medio de la fuerza misma de la narración. No es la narración de una venganza sino la narración como venganza. El cine traspasado por esta convicción, o mejor, la experiencia que abre, participa de una experiencia vicaria cuyo despliegue sólo puede concluir con la apoteosis de su propia destrucción: en la medida en que se reconoce la grieta que abate al presente -su anacronismo- el cine de Tarantino admite como suya las imágenes cinéfilas del pasado.
Pero pese a ser la materia misma de su subjetividad y de permanecer instaladas en su interior voluntariamente, sus imágenes son ya otras, intrusas sobre las que proyecta “su idea” de cine y a las que debe su existencia alienada. En relación con ellas, tanto Tarantino como su espectador quedan en una posición de necesaria ambigüedad: si por un lado, son objeto de atracción erótica -en el caso de Tarantino hay constancia de que su pasado cinéfilo apunta hacia ahí-, por el otro sólo puede relacionarse con ellas destruyéndolas, esto es, realizando una justicia de forma sublime. De ahí su propensión enfermiza a colocar sus imágenes en el top ten de esos momentos que recordamos del cine; “quiero hacer el mejor plano de la historia”, repite incansablemente. El horizonte último de Tarantino es la gloria, desea la posteridad.
Extendiendo esta sospecha hasta el final entendemos porqué y de qué su cine es un síntoma. El descrédito del relato heroico a la vieja usanza y la neutralización de las rígidas normativas de la modernidad se abren a un modelo narrativo que alimenta presuntas virtudes dramáticas en forma de venganza estilizada. Sin dejar de reconocer la enorme potencia visual de sus imágenes, ponerlas como base de placeres abyectos resulta algo así como una terapia populista en la que el pueblo proyecta fuera el poso negro de sus pasiones. Tarantino es el fenómeno postmoderno que mejor ejemplifica de qué manera la inscripción de la lógica del estado de excepción en el imaginario popular sólo cuaja en un ambiente de descrédito generalizado de las instituciones (incluida Hollywood), y por favor recuerda que esto lo afirma alguien que promete amor eterno a algunos libros de quien populariza esa expresión. El ciudadano -el espectador- que sospecha de sus instituciones, es decir, del relato que la sostienen, puede creerse en el derecho de improvisar medidas amparadas por el instinto redentor de la venganza, y así inmunizarse ante el caos que se viene encima.
En mi opinión la prueba de que esta es la lógica que rige la concepción del cine de Tarantino es que su marca está también muy presente en otras producciones americanas. Existe una analogía de fondo entre personajes que han conquistado la conciencia popular como Joker de Christopher Nolan y los/las vengadoras tarantinianas. En ambos la estrategia narrativa para dar salida a los bajos instintos no busca su exclusión sino la veneración de sus virtudes a través de la producción de imágenes seductoras que, lejos de ser inocentes encarnan del principio que coordina el espacio político de occidente: sólo unido sin fisuras a la experiencia ininterrumpida de la muerte es posible sobrevivir; o lo que es lo mismo, sólo dando la muerte y aniquilando, tanto los vengadores como el contra-superhéroe conquistan su propia singularidad. La muerte ya no figura como el trasfondo respecto al cual la vida adquiere relieve sino como el instrumento prioritario de su conservación. La aniquilación de los otros como medio de supervivencia.
Un fuerte abrazo,
José Miguel.