Es oficial. Hemos regresado a nuestro estado original de ser una familia sin mascotas.
Para todos ustedes que algún momento tuvieron conocimiento de Soldado, el pez, déjenme retomar qué fue lo que sucedió con ese tema.
A los pocos días después de su llegada a nuestra casa, de repente entro a la recámara de los niños y… ¡oh, sorpresa! El pobre estaba flotando… panza para arriba. Entré en pánico. Pablo había estado cumpliendo con su promesa de cuidarlo y de estar al pendiente de él. ¡Se iba a morir de tristeza cuando se enterara!
Mi cabeza empezó a dar vueltas. Tenía dos opciones. La primera era ir a la tienda de mascotas a comprar otro goldfish para reponerlo antes de que los niños regresaran de la escuela. La segunda, decirles la verdad. Siendo la mamá sobreprotectora y collona que soy, me decidí por el primer plan.
Sorpresa, la que me voy llevando, cuando (justo antes de su hora de salida) llego a la tienda de mascotas y me dicen que los goldfish estaban agotados. ¡¿Y ahora?! ¡¿Qué hacer?!
Con todo el dolor de mi corazón, tuve que darles la noticia a los niños.
Pablo pasó rápidamente por todas las etapas de duelo: negación, ira, depresión y aceptación (y cuando digo rápidamente, no estoy exagerando. Todo esto sucedió del camino de la puerta de la escuela a la puerta del coche; en no más de 3 minutos).
De ahí fuimos de regreso a la tienda de mascotas a que escogiera un pez beta. De esos peces sí había… y muchos (otra trágica muerte sería mucho más fácil de remediar). Escogió uno azul y lo llamó Gilberto.
Así fue como Pablo superó rápidamente la muerte de su primera mascota. Y con la misma rapidez, superó también la emoción de tener un pez en la casa. Tal como lo había previsto, la que acabó cuidando a Gilberto, cambiándole el agua, alimentándolo y hasta encariñándose (un poquito), fui yo.
Sin embargo, el viernes pasado fuimos a otra fiesta. La mamá de la cumpleañera me estaba platicando que ella tenía, además de un perro, varios peces y hasta una tortuga. Yo, que tenía que ingeniármelas para ver qué hacer con Gilberto durante las vacaciones (realmente no quería pasar horas en la carretera, llevando la pecera en las piernas), pensé que tal vez podría pedirle el favor de encargárselo a ella… un pez más, un pez menos. Casi la agarro a besos cuando me dijo que sí. Mi mente maquiavélica ya estaba fantaseando acerca de la idea de dejarlo ahí para siempre. Pero obviamente, nunca le haría eso Pablo.
Una vez más, Beto se había ofrecido a quedarse en casa con Luca y recogernos al final de la fiesta, por lo que aproveché para hablarle y pedirle que se trajera a Gilberto, junto con todo su kit.
Cuando Pablo lo vio, corrió junto con Valeria, la cumpleañera, a preguntar qué estaba haciendo su pez ahí. Le explicamos que se quedaría en casa de su amiga unos cuantos días. Valeria estaba fascinada: “¡Wow, está increíble!”.
“¿Te gusta?”, preguntó Pablo con el mismo grado de emoción, “¡te lo regalo!”.
Su papá y yo nos volteamos a ver, anonadados: “¿Seguro, Pablo?”.
“Sí, seguro. Nosotros ya somos cinco. Somos demasiados, no necesitamos uno más”, dijo Pablo, feliz de hacer a Valeria feliz en su cumpleaños.
Feliz su papá. Feliz yo. Felicidad por todos lados.
Y ahora, cuando Pablo sea grande e intente reclamar “es que mis papás nunca me dejaron tener una mascota”, podremos tranquilamente decirle que eso no es verdad.
¡Adios, Gilberto!