No me refiero a la factura de la luz aunque, cada vez que veo un anuncio de Endesa, me entran unas ganas irreprimibles de hacer un viaje relámpago a Estados Unidos y comprar una recortada. Hasta que me decida, la pago y blasfemo religiosamente, ganándome una estancia de muerte a cuerpo de reina en el infierno. La factura impagable es otra. Es la fractura social, cuando los ricos son cada vez más ricos y los pobres (aquí entramos todo el resto), cada día más pobres. Y, en medio, un paisaje yermo donde hace tiempo que sólo crece maleza, campo abierto sin cobijo donde guarecerse, mala tierra lista para ser recalificada y donde construir rascacielos de miseria. Quizás ahí está el objetivo de una crisis que empezó en los salones de un acondicionado salón con cristaleras bloqueadas y ha caído sobre nuestras cabezas como una maza, arrastrando en la caída toda la podredumbre de los pisos inferiores. Las crisis avivan la desigualdad, la experiencia lo demuestra. En ellas las clases medias, sin mecanismos para rebelarse contra el sistema, se empobrecen, unos pocos oportunistas pasan a la categoría de nuevo rico y los que ya lo eran multiplican sus activos gracias a ejércitos de abogados, asesores fiscales y de inversión. Nada nuevo bajo el sol, entonces. Pero la hondura y duración de esta crisis ha provocado que la fractura social se haya convertido en sima. Es la tormenta perfecta y, si no estamos todos en el barco, cada uno en su puesto, no hay manera de navegar. Pero los pobres no consumen, o lo hacen en economía de guerra difícilmente sostenible.
Sin trabajo y sin ventas no hay beneficios y sin éstos, cae en picado la recaudación de las arcas públicas. Y ahí aparece el mantra cansino de la austeridad, de la madre de todas las austeridades. En lugar de recortar en lo superfluo, donde se debe (salarios desorbitados, coches oficiales, armamento, dietas y un largo y oneroso etcétera de toda calaña), se ha recortado donde se puede, en los servicios que reciben los más vulnerables, a saber: servicios públicos básicos e inalienables como la sanidad, la educación o la vivienda. Mientras, el cada vez más escaso dinero público se sigue inyectando en la banca sin ningún tipo de bochorno.
Con el 21,8% de la población en riesgo de exclusión, con 1.425.200 hogares con todos sus