Cuando te conviertes en madre no sólo te transformas en el centro de un pequeño universo a nivel emocional, también físicamente hablando. Me explico. Tus hijos acaban moviéndose a tu alrededor como atraídos por una fuerza gravitatoria más potente que la que rige el centro de nuestro planeta. Te vas a la cocina y una cabecita rubia aparece al lado de las patatas; te escabulles a la habitación a mirar un mail y una mano regordeta ya ha pillado el ratón. Y eso que te has movido más que sigilosamente, como la pantera Rosa haciendo de espía. Esto hace tiempo que lo he asimilado como tal. Hasta tal punto que si algún día voy yo sola por la calle de repente me pego un susto de muerte buscando las dos cabezas flotantes a mi alrededor. Lo que a día de hoy aun me mosquea es cuando intentas hablar con cualquier otro ser humano que sobrepase el metro de altura. Y es que, nuestros hijos no sólo necesitan rotar a nuestro alrededor, sino que cualquier meteorito ajeno a ellos es expulsado del ámbito de influencia de su amada madre. Me explico. Una tarde cualquiera de domingo, en el salón de casa, mis enanos jugando tranquilamente, pintando, haciendo un puzzle. Estampa familiar modélica. De repente se me ocurre entablar una conversación con mi señor esposo. Más que nada porque llevas como unos cuantos días, sino semanas, sin poder hablar de cosas importantes o trascendentales. Y en cuando tus hijos oyen que hablas pero no te diriges a ellos, craso error. Mama, mama, mira, mama, mira, escucha. Un momentito, que estoy hablando con tu padre. No mama, escucha, jooooo!!!! Mama!!!!!Para terminar con la disputa le miras, le escuchas, le haces caso a la espera de volver a entablar la conversación adulta. ¿Por dónde iba? A sí, te decía que... Mama, mira, escucha, jooooo!!!! Mama!!!!Y así hasta que desistes de hablar con tu marido. Hasta tal punto llega la exigencia de exclusividad que incluso en el coche, yendo al colegio, pobre de mí que me ponga a cantar (flojito, no sea que llueva). Tampoco. Mama, mira el tren, mama, ese coche que lleva? Y yo qué sé. Déjame cantar que esta estrofa me la sé. Pero nada. Termina la canción. En fin, a pesar de todo, he de reconocer que mi hijo mayor, que se encamina velozmente hacia los seis años, empieza a entender que tiene que respetar que los mayores a veces también han de comunicarse. Así que el esfuerzo de hacerle entender esta norma básica de educación, está dando sus frutos. Seguiremos incidiendo con mi pequeña princesa.