Llevo unos días muy malos. Mi mujer empeora rápidamente, alterna períodos de lucidez con otros, cada día más frecuentes, de confusión mental en los que me cree su padre y a sus hijas sus hermanas y esto me hace sufrir muchísimo.
Y, por si fuera poco, a los 83 años, he tenido que desempolvar la vieja toga y comenzar una larguísima serie de juicios contra el Ayuntamiento de Cartagena, que me ha puesto ni más ni menos que 20 multas por mal aparcamiento. La injusticia es enorme, pero creo que no hay nada que hacer porque la justicia de este país como dijo el Alcalde de Jerez, el inefable Pacheco, es un auténtico cachondeo.
Y en medio de todo este mundo que se hunde en la indiferencia y la miseria moral más absoluta, contemplo con una mezcla de ira y de indignación a una juventud que sólo piensa en divertirse al propio tiempo que la muerte y el hambre juegan su partida decisiva sobre las arenas de una playa casi desierta, como en el inolvidable “El septimo sello”.
¿Qué es lo que espera esta gente, a qué apuesta todo el empuje de su joven sangre, a que venga no sé quién y la saque de ese pozo profundísimo en el que está sumida?
Mucho me temo que su porvenir, en el mejor de los casos, sean esos minijobs, que ahora triunfan en la capital de la metrópoli europea y que los minisalarios se impongan en un mundo absolutamente dominado por los dirigentes de los grandes Bancos y entonces qué va a ser de un mundo en el que el liberalismos capitalista neocons más rampante se habrá impuesto de tal manera que ya ni siquiera quede el recuerdo de aquellos felices tiempos en que había seguridad social y enseñanza pública para todos porque las ideas del Tea Party usaniano y de toda esta caterva de canallas, Rajoy, Aznar, Wert, Guindos, Montoro, todos ellos miembros de la nueve inteligencia, se hayan extendido de tal manera que ya no exista posibilidad alguna de redención porque los hijos de los pobres explotados ya ni siquiera podrán ira a la escuela porque no tendrán para pagar su derecho sacrosanto a no comer sino tan sólo a contemplar como los otros sí que lo hacen porque les van a hace pagar unos euros diarios por sólo asistir a la escuela con sus tarteras tan vacías como sus pobres estómagos.
De esto yo sé mucho porque lo sufrí durante los 20 años de aquella espantosa posguerra en la que el hambre y la miseria me afligieron de tal manera que su recuerdo se me hace tan insoportable como seguramente lo fueron los que asolaron la vejez y la soledad de gentes tan valiosas y valientes como los Zweig y los Koestler que decidieron un mal día que no valía la pena, de ningún modo, seguir viviendo así.
En cambio, ellos, asisten a los toros, a las olimpiadas y al fútbol, completamente convencidos de que el futuro, ahora, sí, es definitivamente suyo, de que están concluyendo esa gigantesca tarea consistente en derogar para siempre aquello que se llamó el Estado del bienestar y que consistía simplemente en un poco de seguridad social, pensión, y sanidad, para pasar los últimos días de su vida con un poco de dignidad, mientras sus nietos les inducían a pensar en un futuro mejor.
Hoy, los viejos nos morimos desesperadamente temiendo, cada día, que el siguiente nos traiga algo aún peor, que nos rebajen las pensiones ganadas con más de 50 años del más duro trabajo o que nos las acaben de quitar porque ya nos las están realmente destruyendo con la subida de todo, el iva, las medicinas, los alimentos, todo, en fin, porque ellos, Ortega, el de Inditex, y Roig, el de Mercadona, han conseguido situarse entre las empresas más prósperas del mundo, a costa de hacer a sus asalariados trabajar mucho más y ganar mucho menos, si aquello ya tan viejo de la plus valía del trabajo de los sin ninguna clase de derechos.
Este es el signo de los tiempos, el futuro que se atisba entre las negras sombras del porvenir, mientras uno contempla con la mayor incredulidad cómo los jóvenes y los hombres maduros cifran toda su ilusión y su esperanza en la aparición de un nuevo ídolo de la música moderna o de un futbolista aún más decisivo, los trampantojos de esta nueva, asquerosa y podrida sociedad en la que malvivimos.
A mí, en lo más profundo de mi vejez, cuando apenas si me queda ya un poco de lucidez para escribir esto, no se me ocurre, no puedo hacer otra cosa, que maldecir a todos esos tipos, los Rockefeler, los Rotschild, los Slim, los Gates, los Ortega, los Roig, los Aznar, los Bush, los Blair, etc., todos ellos muy religiosos, incluso perfectos católicos, que lo están haciendo, y muy bien, todo para que su maravillosa ideología se extienda hasta los más lejanos confines del mundo.
Que Dios, si existe, los maldiga hasta la última generación de su raza de canallescos verdugos.