Cuando un colega me ofreció su entrada al Quilmes, no lo dudé. Primero porque era gratis, segundo porque no tenía plan para el sábado y tercero porque hacía tanto que no iba a un festival, que necesitaba saber por dónde iba la cosa hoy. Nunca fui fan de los recitales multitudinarios, aunque he gastado varias toppers en ellos durante mi juventud. Es gracioso ver cómo los que pasamos los 30 notamos el paso del tiempo en estos detalles. No pintamos canas ni panza, pero recordamos esas caravanas con cierto dejo de nostalgia. Qué patéticos!
Decidido a recuperar algo de aquella mística, me preparé para la ocasión. Pensando en las hordas calurosas y en el peligro agazapado detrás de cada evento masivo, saqué a relucir jogging, remera, y una riñonera colgada al cuello con celular, llaves y muy poco dinero en su interior. Me miré al espejo con gracia, parecía un viejo soldado volviendo a usar su monóculo oxidado. Pero al llegar definitivamente el tiempo no habia pasado en vano. Para empezar, el enorme campo de GEBA sólo estaba ocupado en un tercio de su totalidad. No había hordas calurosas sino huecos helados que empezaban a hacerme picar la garganta. Tampoco había marginales peligrosos, sino chicos y chicas vestidos como para ir a Kika, y debo admitir que eran ellos los que miraban con desconfianza mi jogging, y principalmente, mi riñonera.
Empezó a sonar Las Pelotas. Banda que supo acompañarme durante mi más tierna adolescencia, pero que hoy, aún con un sonido abrasivo y prolijo, aburre. Cierta sensación de tristeza los cubre, como si fuera el humo del escenario. Tienen algo de banda obituaria cuya música me suena a fondo de una danza de espíritus en un cementerio. Qué triste. Cuando empezó a tocar Cultura Profética, con su reagge latino meloso, demagógico y blando, de puro aburrido, y quizá también aún bajo la influencia Pelotera, empecé a indagar en el asunto. Definitivamente, el rock desprolijo, lumpen y peligroso con el que convivimos hasta hace poco, había muerto. Y su muerte es justa, porque causó muchas otras muertes. Las bengalas, las banderas y el aguante que nosotros, (no seamos hipócritas), tambien disfrutamos, tuvieron su justa pena. El rock se convirtió en un asesino, más por tonto que por malo. Tomó la estética mafiosa y criminal del fútbol, y con esa misma pala cavó su propia tumba. Eso, sumado a la carga de tensión social y a la negligencia de bandas y público, hizo el resto para que todo explotara.
Ahora volvamos a este presente helado como la cerveza que lo anuncia. Creo que esto también es la muerte. O la nada, que es peor. Nada de emoción. Nada de corazón. Nada de adrenalina. Gente pasiva, cuyo mayor interés consiste en filmar el show con sus celulares, para después compartirlo con amigos que también lo filmaron y que tampoco vieron. Hay algo enfermizo en la filmación compulsiva, pero eso merece un capítulo aparte. Lo que veo acá es una góndola de bandas, y de consumidores paseando entre ellas, distraídos y adormecidos. Podría tocar Pipo Pescador y sería lo mismo. Ellos sabrían cómo venderlo. Desde los parlantes, la cascada voz de Pergolini me distrae de mis pensamientos. Cual locutor del Super, anuncia la próxima oferta. Y la próxima oferta es… Babasónicos.
Los Baba. Banda que idolatré durante mucho tiempo, pero quienes me hicieron sufrir un terrible desengaño al escuchar sus últimos jingles para adolescentes histéricas. A pesar de mi despecho, decidí sacarme los prejuicios y escuchar, porque la cosa ya no podía ser peor. Y, oh sorpresa, debo decir que disfruté.
Disfruté las canciones. Disfruté el sonido. Disfruté las proyecciones. Disfruté las luces. Disfruté ver a Dargelos, bizarra estrella de rock, disfrutar. Volví a sentir un mínimo calor en el pecho. Babasónicos me cagó, y qué feliz me hizo. Es cierto, no me habían sacado del Super, pero al menos me trasladaron a góndolas más surrealistas, donde si quería podía llevarme una savora con miel, una mermelada de arándano o cualquier capricho similar. La pasé bien. Y eso es lo mínimo y a la vez lo máximo que uno debe exigir de un recital de rock. Salí por Dorrego tarareando El Loco, y una promotora rubia me ofreció un cupón por unas papas gratis. Lo acepté con una sonrisa.
Esa noche elegí otra cosa. Elegí disfrutar de los pequeños placeres que otorga el sistema en vez de rezongar tomando vino en un bar de Chacarita. Elegí afrontar el duelo para que renazca otra cosa.Y sobre todo, elegí sorprenderme a mí mismo. La mejor forma de escaparle a la muerte.