Parada entre aquellas tumbas, bajo el sol normando me doy cuenta de que tras muchos años estudiando la II Guerra Mundial, tras miles de páginas leídas sobre el tema y horas interminables de documentales visionados, no lo había pensando bien. Mejor dicho, no lo había sentido bien, ni siquiera lo había pensado. Ves las fotos del desembarco, los vídeos, lees las cartas de esos soldados horas antes de embarcar, horas antes de morir y piensas en ellos como señores, hombres qué sabían qué hacían, que tenían una vida que lamentablemente les había llevado a participar en una guerra. Viendo sus tumbas me di cuenta de que no fue así, no eran hombres con vidas vividas, eran hombres que tenían toda la vida por estrenar. Hombres cuyas vidas empezaba con una guerra y que terminó en esas playas, en muchos casos, nada más poner un pie en ellas. 18 años, 21, 23, 27.
No he conseguido quitarme esa sensación en todo el viaje. He visto sus uniformes, los equipos con los que cargaban, los cigarrillos que fumaban, su jabón de afeitar, las raciones del rancho, el manual para entablar conversación en francés, los condones, las botas, los paracaídas, las fotografías sonriendo a cámara abrazados como compañeros, las armas, los cascos, los amuletos, las chapas de identificación, las condecoraciones. He leído sus cartas, la mayoría de ellas a sus madres, a sus padres, a sus hermanos porque eran tan jóvenes que ni siquiera tenían novia. Se me saltaban las lágrimas frente a las vitrinas de los museos y leyendo sus historias, las de los que murieron y las de los que sobrevivieron.
Una carta de un soldado aterrorizado escrita a lápiz en un papel con restos de humedad no te deja crearte una guerra de película y unas fechas en una lápida no te dejan imaginarte una guerra que te convenga, una guerra cómoda. Para eso sirven los museos y los objetos, por eso hay que ir a los lugares, porque la realidad te golpea en la cara y te obliga a salir del lugar confortable en el que los libros y las películas te han acomodado.