Una historia de terror… ¿o de amor?

Publicado el 06 junio 2018 por Carlosgu82

Querida Anna,

Aunque eso de enviar cartas escritas a mano esté ya en desuso, para mí es más fácil comunicarme de esta forma contigo. De hecho, el hacerlo de este modo es la única vía coherente que conozco, sin esos endiablados aparatos que nos rodean hoy en día y a los que me cuesta tanto adaptarme. Además, el anonimato del papel me reconforta, y todo lo que tengo que decirte es mejor que lo haga amparado en la lejanía, sin tener que enfrentarme a tu rostro una vez más. Y es que la simple idea de imaginarte me crea una gran inquietud, no puedo evitarlo.

Tú conoces mi historia que es también la tuya, pero aún así, intentaré resolverte esas dudas que pareces sostener en tu alma. ¿Qué puedo decirte de cómo me siento, que no sepas ya? No es fácil sobrevivir con los restos que otros dejaron abandonados tras alejarse de este mundo, ni tampoco ser  un amasijo de fragmentos en apariencia muertos e inservibles, que se unieron en una mezcla monstruosa. Estoy hecho de partes inconexas que se han ido perdiendo y añadiendo con el paso de los años. Vivo sin poder aferrarme a ninguna, teniendo que ir desprendiéndome de ellas al volverse inservibles y ser necesaria su sustitución. ¿Te imaginas cómo habría podido existir en pleno siglo XXI con aquella pierna que me implantaron, ya enferma de lepra en 1889, o con aquellos dedos torcidos y quejumbrosos que me cosí yo mismo en abril de 1913, ante la imposibilidad, en aquel momento, de encontrar nada mejor que completase el extremo de mi pie izquierdo? Tú sabes bien de lo que hablo. Aquella cálida noche me mirabas absorta mientras maniobraba torpemente con una aguja infectada y pegajosa. Creo que después de eso, nunca volviste a ser la misma. Fue tu primera operación, así que imagino que jamás podrás apartarla de tu mente, por muy cruentas que fuesen las que vinieron después. Por desgracia, es algo inherente a nuestra situación; los miembros inertes tienden con asombrosa facilidad a la putrefacción, las vísceras robadas no permanecen mucho tiempo sin corromperse, los ojos ajenos resecos hieren y deben ser sustituidos con frecuencia. Es necesario que comprendas que se trata de un trabajo laborioso y cansado, pero necesario para perpetuar este tormento.

De todo este incansable rotar de pedazos, hay algo que me atormenta y que viene con frecuencia a mi mente sin poder darle una explicación lógica de por qué es así, y es el hecho de que sea el corazón lo que más veces necesite ser sustituido. No comprendo el motivo, pero es inútil tratar de conservarlo más de un par de años. Siempre acaba reventando en mi pecho, debes reconocerme que alguna que otra vez a causa tuya, y siempre lo hace de un modo violento, poniendo mi existencia de nuevo entre la vida y la muerte, pues cambiarlo supone comenzar de nuevo, volver a cargarme de electricidad para obligar al nuevo órgano a bombear otra vez, a inundar mi cuerpo entero de esa sangre corrompida y a medio coagular. Siempre pienso que no sobreviviré al siguiente ataque, pero por algún motivo, vuelvo a renacer otra vez. Igual que tú. No, no lo considero suerte, Anna, sino una condena. Un calvario que nos encadena a esta seudovida sin concedernos la paz.

No es sencillo ser quienes somos, ni combinar nuestras almas malditas con cuerpos letales y al mismo tiempo efímeros, que se van descomponiendo día tras día, cayéndose a trozos y pidiendo a gritos ser reconstruidos de nuevo. ¿Qué me aferra a este mundo? Aún no lo sé ¿Qué me impulsa a continuar buscando más y más fracciones de cuerpos muertos para restablecer los míos? Tampoco lo sé. ¿Quién desearía mantener esta insana y dolorosa existencia? Solo nosotros. Nadie más. No puede existir ningún otro ser capaz de soportar esta sucesión de años, de décadas y de siglos odiando la decadencia humana casi tanto como nos odiamos a nosotros mismos. Porque sí, Anna, detesto mi existencia todo lo que mi podrida alma es capaz de hacerlo. Odio estos instintos primitivos que me obligan a hacer las cosas que hago, me castigo día a día y al mismo tiempo me congratulo de mi poder, de mi facilidad para arrebatar la vida, de mi peculiar superioridad sobre esta raza que nos rodea y que es débil y carente de escrúpulos. Yo sí los tengo, y sé que tú también. A nuestra manera, es cierto, pero los tenemos.

Las almas atormentadas somos así; estériles, frías y volcánicas al mismo tiempo, perdidas, fragmentadas y terriblemente peligrosas e impredecibles. El tiempo no transcurre igual desde este lado del infierno, las noches son más densas y apetecibles cuando repeles tu rostro más que a nada en el mundo, y la felicidad ajena es como una losa que se cierne a tus pies y que jamás aprendes a sobrellevar.

Solo hay una cosa que aporta luz a mis tinieblas, una única razón de ser: el lograr ser al fin un ser bello, estético, hermoso. Si algo tiene esta putrefacta civilización es la posibilidad de convertirme en aquel que llevo siglos anhelando: no tener que cubrir mis imperfecciones, ni esconderme, ni ver la repugnancia reflejada en los ojos de quién me mira, sintiendo además que dicha reacción está totalmente justificada. Tú debes hacer lo mismo, Anna: Olvidarte de mí y encontrar un motivo. O no… quizás el mejor consejo que pueda darte es que abandones la lucha y halles la forma de acabar con todo de una vez.

No siempre fui así, ¿recuerdas? Así que supongo que te sorprenderán mis palabras y este creciente interés que demuestro en relación a mi atractivo. En los inicios de mi creación, el aspecto físico me dolía, me apartaba de la masa ingente que huía de mí, pero no del mismo modo que ahora, porque en este instante lo único que busco ya es la perfección, hasta rozar incluso la locura y la desesperación por alcanzarla. ¿Cómo llegué a este extremo? Imagino que, ante la incapacidad de embellecer mi alma, pensé en al menos hacerlo con mi cuerpo. Ya he cultivado mi mente tanto como me ha sido posible, pasando de ser un animal que se expresaba con gruñidos, a un hombre inteligente y culto, pero esto no ha supuesto ningún cambio, excepto el de ser más consciente de la realidad que me ha tocado vivir, así que, tal vez, modificando mi exterior, logre una manera de acoplarme a este infecto mundo. No es una tarea fácil, desde luego. Soy un engendro cosido que arrastra el lodo de décadas a sus espaldas, insatisfecho e incansable buscador de pieles que superponer a la mía. Pero he avanzado y, al menos físicamente, soy mejor de lo que era. No te imaginas la satisfacción de ir apoderándome, poco a poco, de rasgos más bellos. Ojos simétricos, nariz recta y desafiante, labios sinuosos sin cortes… La lista sería infinita, pero es asombroso como cada detalle que voy conquistando, me acerca un poco más a ese maldito ideal que tanto veneran. Sí que importa nuestro aspecto. A lo largo de estos siglos he aprendido que para ser felices en este mundo, podemos estar muertos por dentro, pero nunca por fuera.

Falta poco, muy poco, para poder acercarme a ella sin recibir la misma respuesta que con las anteriores. Sí, Anna, hay alguien. No puedo llamarlo amor porque como bien sabes yo no soy capaz de albergar ningún sentimiento parecido a esa aberración que llaman enamoramiento. Digamos que es un anhelo, como el que sentí por ti en su día: Un deseo irrefrenable de posar mis manos sobre su piel tersa, sin costuras, sin pliegues debidos a puntadas defectuosas. Sí, sé lo que estarás pensando, te conozco bien. Te miras a ti misma y buscas tus imperfecciones, preguntándote si son la causa de que me alejase de ti. Sí, mi pequeña criatura, así es. A pesar de que en ti encontré la compañera perfecta, el único ser que jamás renegaría de mí, mirarte era como verme reflejado en el espejo. Tú, mucho más perfecta que yo, es cierto, mucho más bella por dentro y por fuera, no podías ocultar, en cambio, esas cicatrices que te dieron la vida. Por eso me fui. El día que tuvimos que arrancarle la pierna a aquella muchacha para ti, me di cuenta. No por el horrendo crimen en sí, eso para alguien como yo es lo de menos, sino por el terrible momento que experimenté mientras la cosía a tu ingle. Lo hice tan bien como pude, pero el contraste de ambas extremidades, esos tonos de pieles que no cuadraban entre sí, esos centímetros de diferencia que se traslucieron en la cojera que aún hoy sostienes, me estremeció. Ese día supe que no podía permanecer a tu lado, que me había obcecado en crear a una compañera, pero lo único que había hecho era procurarme un lastre, tan atormentado y despreciable como yo, y te convertiste en un modo cruel de recordarme cada día quién soy.

Estarás mejor sin mí. Conoces la técnica y lo que tienes que hacer para sobrevivir, e incluso podrías encontrar las piezas necesarias para construirte a otro como yo. Sabes perfectamente dónde buscar, cómo llevar a cabo el procedimiento, y el modo de educar a la bestia para que no se te vaya de las manos; siempre fuiste una alumna excelente. ¿No te parece poético llenar este mundo de engendros como nosotros? Sería la mejor venganza para esos hombres bellos y soberbios que nos rodean. Hazlo, Anna, tú que siempre fuiste más paciente y amorosa que yo, no te prives del placer de crear a tu propia criatura. Enséñale, como yo lo hice contigo, y recuerda: jamás le ames, o te odiarás a ti misma por haberle convertido en lo que es.

En relación a tus continuas preguntas sobre si me estableceré aquí o no, te diré que ya sabes que las ciudades se vuelven pequeñas cuando pasamos demasiado tiempo en ellas, así que probablemente deje Madrid con la entrada del nuevo año. El mundo en sí se ha convertido en un claustrofóbico pueblo que conozco en toda su extensión y estoy ya cansado de explorarlo, pero ¿qué alternativa nos queda? Cuando los cadáveres empiezan a apilarse unos sobre otros, se hace necesario partir. ¿Recuerdas lo mal que lo pasamos en la década de los sesenta? Nos estaban estrechando el cerco, demasiadas muertes sin respuesta, demasiados cuerpos que aparecían mutilados en las calles de Nueva Orleans. Si no hubiésemos parado y dejado pasar el tiempo, estoy seguro de que nos habrían cazado. ¡Qué terrible error cometimos al estar asentados en un mismo lugar tanto tiempo! No sé qué es lo que pasó por nuestros putrefactos cerebros en aquellos años, supongo que buscábamos una paz que jamás encontraremos, una ficticia estabilidad, una grotesca normalidad. ¡Qué absurdo! ¿No crees?

En relación a tus dudas sobre nuestra alimentación, es un tema demasiado escabroso, querida, al cual, además, no sé qué responderte. Sí, yo también he notado el cambio en mis apetencias, pero es así desde hace siglos, ya que como bien sabrás no hemos dejado de evolucionar tanto en ese, como en otros muchos aspectos. Y sí, al igual que tú, cada vez siento más inclinación hacia la degustación de seres de vivos. No soy capaz de explicarte el motivo por el cual esa carne aún caliente me reconforta tanto, quizás se deba a ese humano rubor que aposenta en mis mejillas durante horas y que tanto me congratula, pero lo que sí puedo decirte es que no me siento culpable por matar prácticamente a diario. No, y mucho menos a esta raza cruel, causante en gran medida de que seamos quienes somos. ¿Nunca te has preguntado cuán diferente habría sido nuestra existencia si hubiésemos sido aceptados y ayudados por esos que se llaman seres humanos? Porque yo sí. Y creo que las cosas habrían sido muy diferentes para nosotros. Vivimos entre ellos, por lo que su aprobación, su aceptación, habría sido un punto de inflexión que habría evitado nuestro aislamiento y violencia. Por eso lamento saber que tú a veces te sientes mal por sesgar otras vidas, supongo que tendrás algún molesto rastro de aquello que llaman conciencia, anclado en algún lugar de tu ser. No puedo aconsejarte al respecto, pero si estuviera en tus zapatos, acallaría esa vocecilla lo antes posible o acabarás comiendo sucias ratas, como hacíamos antaño, y todo, ¿para qué? ¿Para salvaguardar la vida de esos egoístas, ciegos y obcecados seres que si supiesen de nuestra existencia no dudarían en aniquilarnos? O lo que es peor, en privarnos de nuestro único tesoro; la libertad, para recluirnos en laboratorios y hacernos pasar por las más terribles torturas y así acallar su conciencia. Ellos lo solucionan todo de dos formas: con la ciencia o con la fe, pero como bien sabes, carecen de ambas en realidad.

Insistes también en preguntarme si te echo de menos. Mi estúpida e inocente Anna, ¿de verdad necesitas que te responda a esa pregunta? Si fuese así, ya me habría trasplantado otro cerebro. No, no te echo de menos. Te tengo un cierto grado de estima por tantos años y experiencias compartidas, pero no hasta ese punto que roza la necesidad. Si mi masa gris es lo único que ha perdurado durante el paso de los siglos dentro de mi cráneo, es precisamente porque no hay peligro de contaminarla con recuerdos indeseados. No hay confusión en ella, ni debilidad, ni fisuras que entorpezcan mi raciocinio, por lo que a tu pregunta te diré que lo único que echo de menos es una piel lisa y humana cubriendo mi cuerpo. Guardo algún recuerdo de cuando mi mente pertenecía a otro, y leves visiones me asaltan de vez en cuando en las que aparece la imagen de un hombre normal, y eso es lo único que se podría decir que añoro. Si tú albergas ese sentimiento hacia mí, me preocupas terriblemente, mi pequeña criatura. Algo debí de hacer mal cuando te creé, para que te estés humanizando de este modo.

Aciertas de pleno en tus sospechas sobre las muertes de los tres muchachos en el sur de Inglaterra. Sí, fui yo. Me satisface enormemente comprobar que tú también me conoces un poco, a pesar del tono de reproche que destilan tus palabras. Y ya que sacas el tema, te diré que me complace poder hablar de ello. Sí, sé que fue extremadamente teatral y por ello la noticia ha recorrido medio mundo, pero Anna, ¡a veces me aburro tanto!

Fue poco antes de mudarme a Madrid, hace apenas tres meses. Aquel día llovía torrencialmente en Brigthon y aprovechando aquel tiempo de perros, decidí salir a pasear por el sur del distrito de Kemptown, cerca del mar. Ya sabes cuánto he odiado siempre aquella playa plagada de piedras, tan incómoda y que guarda tan malos recuerdos para nosotros, así que estaba de un humor pésimo, rondando las avenidas mientras las gotas de lluvia escupían sobre mi rostro. No pude evitar recordar el día que estuvimos allí juntos, haciendo el mismo recorrido, y aquellos malditos niños utilizaron los guijarros para lanzárnoslos, gritando que éramos unos monstruos y que nos largásemos de allí. Sé que tú también atesoras ese día en tu prestado corazón como uno de los más tristes de nuestra existencia; sabes que solo queríamos pasear, disfrutar el aire puro tras un encierro que duraba ya semanas, pero la naturaleza humana jamás dejó mostrarnos su extrema crueldad.

Como te decía, caminaba inmerso en estos dolorosos recuerdos, cuando vi a tres chicos que no tendrían más de dieciséis años. Mi primera intención no fue dañarles, mi estómago estaba repleto aquel día y tan solo buscaba evadirme un poco de mi realidad con aquel paseo, pero entonces, sucedió algo que me revolvió por dentro. Un cuarto chaval estaba siendo ninguneado por ellos. Me acerqué y observé. La cosa fue empeorando, comenzaron a insultarle, vejarle, ¿y sabes por qué? Solo por su aspecto. Tenía una terrible cicatriz que cruzaba de lado a lado su frente, seguramente de alguna operación reciente. Era bastante grueso y torpe, con foscos miembros que no parecía ser capaz de coordinar con el resto de su cuerpo, y unas espantosas manchas cruzaban su piel lechosa, como estragos que el sol había abandonado en una piel demasiado delicada para su fiereza y que hacían resaltar aún más su pelo zanahoria, tan brillante y llamativo, que parecía haber sido creado para el insulto fácil. Pero aquel ser tan poco agraciado no pedía ser valorado por su belleza, ni siquiera imploraba la amistad de aquellos mocosos. Lo único que deseaba era que le dejasen en paz con su infortunio. Ni siquiera se defendía ni contraatacaba, solo callaba y miraba al suelo como si aquellas palabras no fuesen con él. Sin duda, no era la primera vez que soportaba ese trato. De pronto, aquellos soberbios malcriados comenzaron a darle patadas y a llamarle Frankestein. ¡Estúpidos! Me acerqué allí y al instante comprendieron que habían errado de persona en sus calificativos. Nada más verme, palidecieron. Aunque la imagen que ahora tengo haya mejorado, te garantizo que mi faz iluminada por los rayos que surcaban el cielo en aquel momento, era propicia para el infarto. Cogí al que tenía más cerca y le partí el cuello. Sin preámbulos, sin mediar una palabra. Los otros dos no tuvieron tanta suerte y acabaron agonizando insertados en una verja cercana. Lo hice de modo que permaneciesen con vida el tiempo suficiente como para meditar en lo que habían hecho, pero asegurándome de oír crujir sus huesos para que no ocurriese un milagro que les hiciese sobrevivir a aquello.

El pelirrojo atacado ni se inmutó ante tan dantesca escena. Lo lógico es que hubiese corrido lejos de allí aterrorizado, pero no lo hizo. Se quedó parado, mirándome pero sin asco ni repulsión, como era lo habitual, al contrario; me pareció percibir un cierto agradecimiento y comprensión en su mirada. Esa sensación fue nueva para mí y solo por eso, mereció la pena. Dios sabe cuánto habría sufrido ya, para ni siquiera inmutarse ante aquel despliegue de sangre y muerte. Pero así si es el ser humano, capaz de albergar los mismos sentimientos monstruosos que nosotros. Quizás por ello nos teman, porque en el fondo, saben que no somos tan diferentes. Por eso huyen y al mismo tiempo disfrutan de las historias de terror, porque desvelan demasiado de aquello que ansían ocultar. Rasgar el velo que cubre su aparente normalidad es algo peligroso, pues son conscientes de su tremenda debilidad, de su inclinación hacia la oscuridad y los más perversos sentimientos. Por eso tienen tanta facilidad para condenar y juzgar. Solo es una forma de ocultar la verdad que vive en cada uno de ellos. En todos, sin excepción.

Están a punto de dar las doce campanadas, así que debo ir despidiéndome de ti. Quiero que sepas que me ha gustado compartir estos momentos íntimos contigo una vez más. A pesar de mis, a veces, ingratas palabras hacia ti, sabes que formas parte de mi existencia y que eso jamás cambiará. Somos tú y yo y luego el resto de escoria que nos rodea.

Antes de decirte adiós, me gustaría contestarte a tu urgente requerimiento de encontrarnos lo antes posible. No, mi pequeña criatura, de momento, eso no es posible. No dudo que volveremos a vernos algún día. No olvides, querida Anna, que tratándose de ti y de mi, tenemos toda la eternidad por delante. Pero ahora no es el momento. Todavía no. Un pequeño infante, que llora y se desgañita a través de su mordaza, me espera para cenar. Después de todo, hoy es un día de celebración, así que he querido premiarme con este niñato consentido que sorprendí mientras torturaba a un gato en un callejón. Estoy seguro de estar librando al mundo de un futuro sádico y maltratador, pero nadie me lo agradecerá y tú, la única que debería comprenderlo, me lo reprochará.

Iré pronto a tu encuentro, te lo prometo. Hasta entonces, deseo y espero que sigas mis consejos. Siempre valoraste mi opinión y me tuviste en consideración: No dejes de hacerlo. Yo a cambio te juro que te sorprenderé cualquier noche, apareciendo ante ti más hermoso de lo que nunca me viste antes, y ¿quién sabe? Puede que logremos esa misma belleza para ti y quizás de ese modo, acceda a quedarme a tu lado.

Cuídate.