Una Historia Tejida por Plantas y Frutas

Publicado el 22 septiembre 2014 por Diego Gómez @elcuentazo

Aprender a sumar y restar con chochos es un recuerdo recién recuperado, esta semana y de manera casual me encontré sobre una mesa una pequeña muestra de estas semillas, divertidas de color rojo y negro que si a esta edad me parecen una sonrisa de la naturaleza, imagínense en mi niñez con qué agrado pude haberlas cargado por todo lado para chicanearle a mis amigos. Éstas las traía mi papá del monte, cuándo él iba a la finca de vez en cuando se daba un paso por el monte y así conseguir algunas hojas de iraca, se ponían a secar con toda la paciencia y quizá semanas después se procedía con la fabricación de las escobas, tan grandes y ostentosas que eran las propias para barrer el solar de la casa; en ese recorrido por el monte acostumbraba recoger las curiosas semillas multicolor y además se le atravezaban unos dos o tres congolos. ¿Qué es un chocho? ¿Qué es un congolo?, preguntan mis cercanos citadinos, pues como si nada fui haciendo el comentario asumiendo que todos debían saber de qué se trataba, desprevenido de pensar que en realidad fue un privilegio para mi tocar una pequeña parte de ese monte que papá traía a casa.

Tocó enfrentar aquella cara de inquietud de mis amigos, aunque algunos de ellos, pueblerinos y contemporáneos sabía de qué se trataba y me ayudaron a recordar otras silvestres que fácilmente tejieron algunas épocas en nuestra localidad, por ejemplo y por mencionar sólo algunas situaciones:

“Bueno es culantro, pero no tanto”… es el culantro una especie silvestre que sirve de condimento para las comidas, en aquél entonces mamá con un gritico apurado me mandaba a buscar culantro a las mangas del otro lado de la quebrada, no era extraño encontrar uno que otro amigo del colegio en lo mismo, pues a falta de dinero para comprar cilantro se le echaba mano a lo que la tierra nos ofrece. Aquellos días en que la mascota era un conejo, en aquél terreno baldío habían enredaderas de batatilla, bocado exquisito para los orejones. Esa misión si la hacía con todo el agrado, pues se hacía con todo el agrado y ansiedad de venir a calmar el hambre de los animalitos. Limón del palo, guayaba a la orilla de la carretera, fingir aretas con la pepa de la guama macheta, robarle cacaos maduros a Don Víctor, saciarnos hasta no más poder de maracuyá diractamente de la enredadera, y por no alargarme más… ansiosos de un descuido de aquél generoso campesino para ir a disfrutar ilícitamente de la badea, fruta prohíbida en aquél entonces por su escacés y delicia.

Es sólo una pequeña síntesis del vínculo inevitable entre la naturaleza y yo, pues ir a pescar a los 10 años era todo una aventura y ni se diga de las no tan inocentes bromas del colegio a punta de algarrobo… y como dice Jaime Jaramillo Escobar en su poema: “Si no se entiende, que no se entienda”