Y el rigor indica que nuestro país tiene un desfase horario en relación con la hora solar real, un desfase que en verano, con el adelanto de una hora adicional de marzo a octubre, se convierte en dos horas de diferencia sobre la que correspondería por nuestra localización geográfica y según los husos del meridiano de Greenwich. En octubre, cuando se retrasa esa hora veraniega, como es costumbre, el desfase vuelve a ser de una hora con respecto a la hora solar. Es decir, en invierno vamos con una hora de adelanto, y en verano con dos, sobre la hora solar que deberíamos seguir. El por qué de que ello sea así es complejo y responde a iniciativas políticas, históricas y económicas, pero ninguna al interés y lo más saludable para los ciudadanos, que son los que se levantan de noche y se acuestan, casi, de día.
Pero para quienes, con cada cambio de hora en primavera y otoño, discutíamos hasta con la familia y los amigos sobre lo acertado o erróneo de la medida, parece que, al fin, ha llegado el momento de que los “expertos” nos concedan o arrebaten la razón, dando por concluida la polémica. Es verdad que los argumentos que manejábamos en esas diatribas de sobremesa surgían de la simple deducción lógica, con escaso apoyo en consideraciones científicas que nos resultaban extrañas e incomprensibles. Partiendo de la premisa de que los cambios se originaron por la crisis del petróleo de 1973 con la intención de ahorrar energía por la ampliación de la iluminación natural durante el verano, negábamos la mayor. Tal justificación nos parecía –y nos parece- apropiada para los países del norte de Europa, ya que con el cambio estacional conseguían más horas de luz al final del día. Pero para los meridionales, donde los rayos de Sol caen directamente y el calor llega a ser insoportable, disponer de luz hasta muy tarde era algo contradictorio y lo considerábamos –y seguimos considerando- perjudicial para los ciclos circadianos del ser humano y el desenvolvimiento cotidiano de la gente. Estábamos convencidos de que ese cambio de hora no suponía para los países sureños ningún ahorro; antes al contrario, mayor gasto en energía. Y bastaba, para demostrarlo, señalar una costumbre rutinaria. La oscuridad del amanecer se contrarresta con una simple bombilla, pero el calor hasta bien entrada la noche sólo se combate con el aire condicionado. Y, que se sepa, el aparato de aire consume mucha más energía que una bombilla, aunque fuera de filamento. ¿Dónde radica, entonces, el supuesto ahorro? Nunca, por tanto, estuvimos de acuerdo con los cambios de hora, y menos para adelantar una hora adicional en verano, cosa que algunos hijos preferían por tendencias hedonistas.
Ya es hora de recuperar, en primer lugar, la hora solar que realmente nos corresponde por nuestra ubicación geográfica. Y, después, establecer qué horario –el de invierno o de verano- conviene más al conjunto del país y a los hábitos naturales de las personas, que suelen comenzar su actividad cotidiana, como los niños entrar en los colegios, una vez ha amanecido, y empezar el descanso y el ocio con el atardecer. Parece, según algunos especialistas en cronobiología, que el horario de invierno beneficiaría a los países del sur de Europa (Portugal, Italia, Grecia y España) por cuanto, no sólo permitiría combatir más racionalmente la fuerte irradiación solar al anochecer más temprano, sino también por posibilitar que se duerma el tiempo necesario, y descansar más y mejor, ya que acostarse tarde, a causa del horario de verano, no exime tener que madrugar para afrontar la jornada laboral, sea de noche o de día la hora de levantarse.