No se trata, por tanto, de hacer valoraciones sobre doña Cristina Federica de Borbón y Grecia, quien tiene derecho a defender su inocencia como mejor sepa y pueda o como aconsejen sus abogados defensores. Ni se pretende cuestionarla por lo que es, un familiar del rey de España, pero tampoco eximirla de las consecuencias de sus actos como si éstos fueran impunes y no estuvieran sujetos a la acción de la justicia. Lo que sí queremos considerar en este caso, muy particularmente, es la actuación de instituciones públicas que parecen decididas a prestarse a la defensa contra viento y marea de una acusada, por muy importante y relevante que sea, olvidando su cometido fundamental de velar por el interés general, al que deberían representar y preservar.
Resulta bochornoso que la Abogacía del Estado, la que supuestamente defiende los intereses generales del Estado y, en esta causa, a la Hacienda Pública, siendo la encargada de la acción en defensa de dicho organismo estatal, considere que doña Cristina de Borbón, copropietaria junto a su marido, Iñaki Urdangarin, de la empresa Aizoon con la que presuntamente se cometieron delitos fiscales, no ha cometido delito alguno ya que no hay un perjudicado concreto que pueda personarse en el procedimiento. La Abogacía resumió su argumento precisando que el lema “Hacienda somos todos” debe considerarse un eslogan comercial y no una realidad en la que pueda contemplarse algún perjudicado individual.
Sin acusación por parte del perjudicado –la Agencia Tributaria-a través de la Abogacíadel Estado ni por parte de la Fiscalía, el tribunal ha tenido que decidir sobre la exoneración de la infanta Cristina, en aplicación de la doctrina Botín, solicitada por ambos, en el sentido de archivar la acusación que pesaba sobre ella por parte únicamente de Manos Limpias. Tal petición, en la línea planteada por los defensores de la Infanta, se basaba en la jurisprudencia creada con el juicio al banquero Emilio Botín, en 2007, que impone el sobreseimiento de una causa cuando ni la fiscalía o un afectado directo ejercen acusación y sólo impulsa el proceso una acusación popular.
Gracias a la resolución del tribunal, la exduquesa de Palma será juzgada como cualquier ciudadano en el que concurren indicios de actuaciones contrarias a la ley, sin importar condición social ni el favor del principal perjudicado que se niega acusar la comisión de delitos que sí contempla en el copropietario de la sociedad encausada. Que el propio Estado participe así, a través de los organismos correspondientes, en discriminar la acción de la justicia en función del acusado, parece cuando menos criticable. Si la sentencia final exculpa o condena a una Infanta es irrelevante en comparación con el perjuicio que se le inflinge a una Justicia justa e imparcial con las actuaciones de un Ministerio Fiscal y una Abogacía del Estado convertidos en abogados defensores de los acusados, dependiendo de su estatus y posición social. No se trata, pues, de opinar sobre la Infanta, sino sobre la Justicia y sus órganos.